El fracaso de su estrategia de seguridad se refleja de manera nítida en la manera en que ultimaron en su iglesia a los jesuitas.
“Se me hace muy ruin que se da un hecho como este lamentable… y estos hipócritas lo primero que hacen es voltear a ver hacia nosotros, hacia mí”, dijo ayer el presidente López Obrador en referencia a sus opositores que hacían eco a los reclamos por el asesinato de dos jesuitas y un guía de turistas en la sierra Tarahumara.
No es cualquier cosa el señalamiento del presidente. Y no lo es porque nos indica claramente la profundidad de su actitud evasiva, la absoluta falta de responsabilidad que tiene el presidente de la República frente a lo que sucede en esta enlutada nación.
La verdad es que el ruin y el hipócrita es el presidente. Por más esfuerzos que haga de echar la culpa a la historia, a Calderón, a Salinas, a los conservadores, a los neoliberales (¿se dan cuenta que nunca culpa a los criminales?), a quien sea de lo que sucede en el país, la realidad le está cayendo como agua fría. Y su abulia, su frivolidad para tratar el asunto de la criminalidad, está costando vidas, porque a la desgracia de las acciones del crimen se suma la desgracia de la inacción del presidente.
El juicio sobre el presidente cambiará a partir del crimen de los sacerdotes jesuitas en la Tarahumara. Cada gobierno, por desgracia, tiene sus crímenes que forman parte de la imagen de ese sexenio. En el caso de López Obrador será el asesinato de los religiosos en esa alejada iglesia, rodeada de pobreza y marginación, un lugar a donde no llegó el Estado, pero sí su inacción en la versión criminal. Lo sucedido tiene un impacto internacional innegable. Un antes y un después de este aborrecible crimen tendrá el gobierno lopezobradorista.
Al presidente, que toda voz crítica le parece conservadora, vendida, interesada, malintencionada, le va a pesar la voz enérgica e incómoda, esa sí por humilde y comprometida, de los jesuitas. Los reclamos de la Compañía de Jesús no son en vano y recorren ya el mundo, un espacio donde no caben las acusaciones al pasado del presidente mexicano.
Los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora se suman a otros tantos mártires de la Compañía de Jesús en su labor como sacerdotes, como lo fueron en noviembre de 1989 Ignacio Ellacuría –rector de la UCA en ese entonces– y otros cinco jesuitas que fueron asesinados de manera vil y cobarde en sus dormitorios por un comando del Ejército salvadoreño.
El crimen campea en todo el territorio nacional. Entidades que no parecían problemáticas hace un par de años están ahora copadas por la delincuencia. Escenas de balaceras, levantones, advertencias, golpes a los miembros de las Fuerzas Armadas, asesinatos a plena luz del día en lugares públicos son recurrentes todos los días en este país, en el que el presidente se entretiene con sus corcholatas y todo le parece muy gracioso. Pero el destino siempre alcanza, no hay manera de huir y el costo de ser presidente en este país pasa por la cuenta de muertos y, en eso, AMLO lleva el récord y todavía le faltan un par de años. El fracaso de su estrategia de seguridad se refleja de manera nítida en la manera en que ultimaron en su iglesia a los jesuitas.
La respuesta presidencial va de lo lamentable a lo vergonzoso. Como siempre no hay mayor víctima que él mismo. Poco le significan los asesinatos frente al interminable pleito con sus fantasmas. Por eso no se equivoque, presidente: el ruin y el hipócrita es usted.
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