Escándalo

En el mundo de la política, la forma de hacerla, ha cambiado. Sobre todo la política electoral. Atrás, muy atrás quedaron aquellos discursos que eran piezas de oratoria, aquellos argumentos convincentes, la habilidad de la persuasión, todo eso ha quedado atrás. Primero, de manera paulatina, la imagen fue supliendo la argumentación y después, de una manera acelerada, llegó el like y la disrupción como manera de aparecer en el espectro electoral. En esta transición, que podría llamarse de la televisión a las redes sociales, se entienden desde Clinton y Obama a Trump; y aquí, Fox y López Obrador. Lo mismo en muchos otros países los candidatos llamativos son más outsiders que políticos profesionales. La frescura que representan, el desparpajo con que se mueven y hablan, opuesto al acartonamiento de las maneras de la política del pasado reciente es lo que triunfa. También lo es que son más, mucho más confrontativos que los candidatos del pasado. La política como alta aspiración de los sesudos politólogos y académicos o de la gente acostumbrada a política de tres bandas, de lenguaje críptico solamente apto para iniciados, es pieza de museo.

El triunfo de López Obrador tiene mucho de lo comentado en el párrafo anterior. Habría que sumarle el hartazgo por cierta clase política más otros ingredientes locales. Pero, aparte de eso, López Obrador ha llevado a cabo una presidencia en la que la confrontación directa ha sido su característica principal. Sus seguidores son especialistas en el insulto y la agresión. En esa mezcla han logrado desaparecer a la oposición durante unos años. Son los amos del zafarrancho, de la pelea y el griterío.

Todo esto viene al caso por el escándalo que armaron el presidente y sus secuaces por las confrontaciones que hizo Lilly Téllez a Jesús Ramírez Cuevas y a Adán Augusto López en el Senado. Al presidente le irritó particularmente el asunto con Ramírez Cuevas, un hombre torvo y oscuro que suele moverse en la penumbra de las mañaneras, el hombre que acelera los delirios presidenciales. El presidente se rasgó las vestiduras, dijo que sus adversarios solamente saben armarle escándalos, calificó a la senadora Téllez de traidora y fue el banderazo para que sus seguidores hablaran de faltas de respeto y pusieran el grito en el cielo por supuestas majaderías y no respetar el desarrollo de un evento. Parece mentira que el hombre que agrede a sus gobernados todos los días, que amenaza a sus adversarios, que insulta y descalifica, que sus seguidores son verdaderos vándalos legislativos, que lo mismo entran a caballo al Congreso que impidieron a un presidente de la República entregar su informe, que cerraron la principal avenida de la capital por meses, esos mismos, se llaman agraviados por una senadora que los enfrentó.

Lo que sorprende es que muchos opositores estén igual de escandalizados e indignados que el pejismo. A la mejor piensan que las elecciones contra Morena pueden ser un intercambio de flores, un diálogo de propuestas y presentaciones de Power Point, un capítulo más de la serie inglesa Downton Abbey. Se equivocan. Esto va a ser un encontronazo rudísimo si se quiere hacerles merma. Se necesitan ideas, sí, pero también quien sepa enfrentar y confrontar a los abusadores, a los que han pisoteado a los demás (basta ver la cara de pavor y furia de Ramírez Cuevas cuando era grabado para darse cuenta de que están acostumbrados a aplastar y no a confrontar). Los cambios solamente llegarán echándolos del poder y ni siquiera se les va a poder competir si se piensa en señalar desde un sillón lo terrible que es la desmesura, lo escandalosa que es la política. Lo verdaderamente escandaloso es este gobierno, las tropelías del presidente y sus secuaces. Tener a alguien que los enfrente en su cancha y con sus herramientas no sólo es agradecible, también es una ventaja. Quieren buenas maneras e intercambios de plataformas pues vayan a tomar té, porque las elecciones no se tratan de eso. Y menos con los que hay enfrente.

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