El presidente nada tiene que resarcir ni explicar a nadie porque él es la víctima de todos.
No deja de sorprender el tener un gobierno que se sienta víctima de sus gobernados. En política, siempre se ha recurrido a factores externos para considerarse en esa situación: el poderío económico de las transnacionales, los fuertes intereses extranjeros, el voraz apetito expansionista de los imperios, las ideologías confeccionadas en lugares extraños a nuestro hogar y, claro, los traidores nacidos en la patria que se han vendido por unos cuántos cacahuates, ofreciendo sus servicios para minar la voluntad nacional. Esos discursos los hemos escuchado por décadas: florecieron en la posguerra y en los años recientes son tomados con algunos matices cambiados por los populistas de izquierda y derecha.
Lo que ha resultado sorpresivo con AMLO es que se coloque, él personalmente, como víctima de los gobernados, sin importar posición política, social o económica. Basta con estar en desacuerdo en algo con el presidente, para que él se considere una víctima, la principal, de intereses bastardos, de ideas ilegítimas, de intentonas golpistas encubiertas por supuestas instituciones o derechos promovidos durante la pesadilla neoliberal. No importa si se trata de un acaudalado empresario de los monopolios farmacéuticos, de un ministro de la Corte, de un reportero, del papá de un niño que muere de cáncer, de un doctor que salva vidas en condiciones precarias de instrumental médico, o de un poeta al que el crimen organizado le asesinó un hijo. Todos caben en el mismo saco de la traición a la patria, de la connivencia con los que fueron poderosos hasta 2018. El presidente nada tiene que resarcir ni explicar a nadie porque él es la víctima de todos: de los medios, de los partidos, de los empresarios, de los periodistas que preguntan, de los luchadores por los derechos humanos, las ONG, de los policías que reclaman sus derechos, de los enfermos que reclaman las medicinas, de los familiares de los enfermos, de los asesinados, de los deudos de los muertos. Es la única víctima, no hay más.
Asumido en eterna víctima, el presidente reclama para sí mismo la atención que se da al enfermo, la compasión y la solidaridad con el familiar del muerto; exige que se le haga caso en todo lo que pide, que se le dé la razón en todo lo que dice. Porque no hay nadie que haya reclamado más que él en los últimos años, porque él ha sido la víctima de todos, del desprecio de todos, de la maldad que habita en esas mentes enfermas, incapaces de entender el sacrificio que hace por nosotros; él, que se entrega diariamente, que se ofrenda ante todos para ser señalado y azotado por sus enemigos de siempre: los saqueadores de la patria.
El presidente sabe que victimizarse es una estrategia que da frutos en esta época. Por eso recurre constantemente a aquello de “nos dejaron un cochinero, “antes se lo robaban”, “no dejaron dinero”, “es culpa de los de antes y de los de antes de esos”, “nosotros no somos así”… siempre tratando de quedar como el que es motivo de abuso, no como el abusador. Pero, en su delirio victimista, topa con pared. Creer que puede culpar a los doctores del desastre que ha hecho su gobierno en materia de salud, es un contrasentido, aunque él piensa que es lo correcto. Suponer que los familiares de las víctimas son militantes políticos, es un error. Pronto lo veremos echarle la culpa de los incendios a los bomberos. El problema de tener a un gobernante asumido como víctima, es que hace de la culpa política pública, y en eso se le va el día, en quejarse y no hacer nada, porque los otros no lo dejan.
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