AMLO está a pocos días de tomar la presidencia y a lo largo de la semana ha dejado muy claro que no cambiará ni retirará ninguna de sus iniciativas.
Se pueden hacer unas conclusiones de todo lo que ha dicho AMLO en las entrevistas de esta semana. No hay marcha atrás en la militarización y quiere dejar en claro que él manda; no se va a quedar callado ante las críticas, no responde más que por los actos de él y su hijo menor de edad; ni de los hijos mayores ni de su esposa, “y mira que la quiero mucho”, que ellos respondan por sus actos. También ha quedado claro que es consciente del enorme poder que tiene. Quizá ahí residen dos decisiones: entregar por completo la seguridad a los militares y ponerle “punto final”, borrón y cuenta nueva, al tema de la corrupción. El primero ya lo comentamos hace un par de días, ahora vamos con el segundo.
Cuando dice que no piensa detenerse a perseguir casos de corrupción del pasado, y concretamente a investigar a los expresidentes o personajes relevantes, sabe lo que dice. No piensa derrochar el liderazgo en litigios jurídicos que lo terminarán desgastando y cuestionando (no creo que lo lleve a consulta por lo menos en el mediano plazo). Una batalla legal contra un expresidente no será sencilla. Lo peor es que la puede perder contra un abogado fifí y entonces echará por la borda un buen capital de liderazgo. Quiere usar su fuerza para no empantanarse en fuegos de artificio. Además, está emprendiendo una batalla contra el Poder Judicial y ahí le van a dar reveses una y otra vez.
No debemos olvidar que López Obrador es un hombre esencialmente pragmático. Imagino que cuando vio el desorden, la complejidad y la capacidad destructiva del tema de seguridad en su gobierno, decidió dejársela entera a los que lo pueden hacer: los militares y marinos, y trasladó todo el poder para allá. Si su prioridad es llevar bienestar, deja que el Ejército se ocupe de los criminales y él a lo suyo. Lo mismo con el pasado: o se ocupa de la pobreza o de dudosas batallas legales revestidas de moralidad. No le va a dar para concentrar sus fuerzas y apuestas en tantos campos. Si le va bien en la seguridad y ayuda a la gente, nadie se acordará de lo otro. Al revés no funciona: Peña en la cárcel y la pobreza y la criminalidad aumentando, el costo será directo para él.
Debo decir que le creo a López Obrador en lo que ha dicho sobre que no tolerará la corrupción. Eso tiene que ver con aquello de “borrón y cuenta nueva”. Y hay que leer ahí –desde mi punto de vista– una advertencia a los suyos. En más de una ocasión ha hecho énfasis en decir que no le importa si es un familiar o alguien de su equipo.
El presidente electo parece decir (digo parece porque con él nunca se sabe): los míos no serán así. Por eso apuesta a la cuenta nueva, a la moralidad de los nuevos y no al castigo de los de antes.
En eso recuerda a lo que dice Michael Walzer de los inicios del calvinismo en su libro La revolución de los santos: “El santo calvinista me parece ahora el primero de esos agentes autodisciplinados de la reconstrucción social y política que han aparecido tan frecuentemente en la historia moderna. Es quien destruye un antiguo orden que no hay por qué añorar. Es el constructor de un sistema represivo que probablemente habrá que soportar antes de poder huir de él o trascenderlo. Por sobre todo es un político en extremo audaz, ingenioso y despiadado, como debe ser todo hombre que tiene que llevar a cabo ‘grandes obras’, pues ‘las grandes obras tienen grandes enemigos’”. Siempre he pensado que a López Obrador le gusta el olor a santidad, la pureza. De ahí su radicalidad, su mensaje de perdón, la constante evocación de sus principios, su disciplina, su pragmatismo y su disposición al sacrificio. En lo personal, desconfío de los santos por eso mismo, pero todo parece indicar que en esas estamos.
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