No sabemos qué dirá la autoridad, el presidente y su fiscal de la lucha contra la corrupción, pues todo parece indicar que el caso de Lozoya puede derrumbarse en el corto plazo.
Era de esperarse que algo en el caso Lozoya diera un vuelco. Nadie se ha mofado de este gobierno y de su fiscal como lo hizo el exdirector de Pemex. Lo que es claro es que, para el que se siente intocable, no hay forma de que tenga el mínimo ‘pudor procesal’, como lo llamó la Fiscalía, y se exhiba de manera llamativa alrededor de un pato.
Formado en la escuela de la prepotencia y la impunidad, Lozoya seguramente sintió que tenía al gobierno no solamente de su lado, sino que la lucha entera del lopezobradorismo contra la corrupción dependía exclusivamente de él. Y puede ser, así por lo menos lo dejó sentir el gobierno durante un tiempo. Durante más de un año el exfuncionario peñista disfrutó de un trato absolutamente privilegiado, del que su escapada a un restaurante de lujo fue la joya de la corona de un festival de la impunidad que veíamos todos menos el presidente, que se escondía en su palacio.
Llámesele provocación, burla, ‘impudor procesal’ o simple cinismo y desfachatez, la actitud de Lozoya siempre demostró la autosuficiencia del que se sabe poderoso y apoyado. La prepotencia peñista en el auge de la cuatroté. Por supuesto que la reacción del gobierno era de imaginarse: a Lozoya se le iba a congelar la sonrisa del restaurante y el pato le dejaría un mal sabor en la boca por el resto de sus días, que no le alcanzarán para arrepentirse de su escapada. Y las cosas sucedieron así. El Ministerio Público se manifestó tremendamente indignado por la actitud de Lozoya y porque también los engañó con una cuenta de 2 millones de euros, y que eso no se los había comentado. O sea, les vio la cara todo el tiempo.
Dar toda la credibilidad a un delincuente no siempre es buena idea. Por más seguro que se encuentre de sí mismo, por más dispuesto que esté a colaborar, la autoridad siempre tiene el reto de las pruebas y quien delinque no siempre cuenta con ellas. Y al señor Lozoya, pues se le ha ido en hablar y decir, soltar un video, esconderse, señalar a fulano y a zutano, hacerle creer a los fiscales que les iba a entregar amplia documentación para encarcelar del presidente para abajo de los últimos 30 años. Sonaba difícil, pero le creyeron. Como de costumbre, la primera boca suelta al respecto fue la presidencial. Anunciaron toneladas de videos, pruebas contundentes, grabaciones inmorales, delaciones pavorosas, el resquebrajamiento total de la clase política con las evidencias de sus fechorías y latrocinios. El show había comenzado. Pero nada siguió al gran anuncio. Lozoya ha pedido plazos y más plazos para aportar las pruebas de sus acusaciones. A la mala metieron a la cárcel a Jorge Luis Lavalle, que fue senador del PAN durante el peñismo. El error de Lavalle fue confiar en la justicia y presentarse. Lleva meses preso mientras su acusador, ya delincuente confeso, apenas acaba de ingresar al reclusorio.
No se puede negar que siempre es satisfactorio ver cuando la justicia va en el sentido que debe. Por lo menos ahora así fue. Tarde y mal –como todo en este gobierno–, pero Lozoya ya está en la cárcel y salir de ahí parece que estará en chino –a lo que es tan proclive–. Eso sí, no sabemos qué dirá la autoridad, el presidente y su fiscal de la lucha contra la corrupción, pues todo parece indicar que el caso de Lozoya puede derrumbarse en el corto plazo. Les queda Álvarez Puga que, según dicen, promete ser un caso tremendo. Pero así empezaron con Lozoya y vean en que acabó: un hombre destrozado por un pato.
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