A Marcelo Ebrard y a Andrés Manuel López Obrador les duró muy poco el gusto por esconderse ante temas internacionales que por sus decisiones afecten a México.
Cuando se dieron a conocer los nombramientos del gabinete de López Obrador, el nombre de Marcelo Ebrard destacó por varias razones: su experiencia, su talante progresista y su oficio político. Para algunos quedaba claro que Ebrard no quería figurar en puestos de alto riesgo político en esta primera fase del sexenio. Ocultarse en la Cancillería parecía ser una buena idea que le permitiera maniobrar con temas difíciles, como es el caso de Trump, pero de fácil ganancia con un poco de astucia. Es de sobra conocida la fobia que el presidente López Obrador le tiene al mundo. Es una especie de “Jamaicón Villegas” de la política: fuera de México todo le parece extraño, no ve qué beneficio se pueda obtener de ir al mundo, mejor no salir, quedarse aquí. Su ofensiva contra el NAIM y la venta de aviones, por ejemplo, tiene que ver con esa visión aldeana de la vida: no es necesario salir y claro tampoco es necesario que vengan los de afuera, que nada bueno traen. Así pues, Ebrard quedaba a cargo de una tarea en la que el presidente se metería poco, no solamente por no entenderle –ha sido claro que tampoco tiene idea de energía o política monetaria– sino porque no le gusta ni le ve utilidad alguna –por eso el cierre de oficinas de promoción y representación ante diversos organismos en el mundo. Fue evidente que Marcelo había encontrado un paraíso que le permitiría esquivar temas espinosos como la seguridad o la política interior.
Hay que decir que su primera encomienda con las negociaciones del TLC de la mano del gobierno peñista, las supo manejar con eficacia y discreción. Justo lo que se esperaba de él. A nadie sorprendió el manejo certero de Ebrard. Un egresado del Colegio de México, un priista cuyo despertar vio luz en el salinismo, donde siguió hasta su ruptura; un hombre cosmopolita que supo poner la ciudad que gobernó –CDMX– como una urbe moderna y dinámica; incluso su autoexilio lo hizo en Francia para subrayar su perfil de hombre de mundo, un hombre del siglo XXI. Marcelo es el chairo fifí por excelencia.
Pero con Venezuela hemos topado y Ebrard se encontró con que las convicciones cerriles de su jefe respecto de la relación con el mundo se tenían que hacer política pública y entonces el canciller, que se había escondido de las luces eficazmente, tuvo que salir y dar la cara. El resultado ha sido poco decoroso. Un “oso”, por decir lo menos. México se ha quedado aislado con su propuesta de diálogo setentera. No supieron negociar nada, incluso su aliado en el diálogo, Uruguay, los terminó dejando solos. No estuvimos con Europa ni con Estados Unidos ni con nadie. México se quedó solo con Maduro, el dictador repudiado internacionalmente. Desde el punto que se le quiera ver es un fracaso, el primero, de la política exterior de la 4T.
Si algo ha cambiado desde los ochenta, esa época que añora el presidente, es el mundo y la manera que tiene de relacionarse. Argumentar que México no se debe meter ni opinar sobre lo que sucede en otros países es una apuesta para vivir en una choza y México no lo es; por más esfuerzos que este gobierno haga por aislar al país de la comunidad internacional, la relación de México con el mundo depende también de sus ciudadanos y somos muchos los que queremos seguir aprendiendo y trabajar con los demás para hacer más habitable esta esfera. La democracia, desde esos años, se ha convertido en un valor que la mayoría del mundo comparte y defiende. El gobierno mexicano ha mostrado su vocación primitiva y antidemocrática. Mal para Marcelo que mostró la incapacidad para darle al gobierno el toque moderno que se esperaba de él; mal para el gobierno que ha mostrado en todos los campos que se mueve por ocurrencias y, en este caso, por consignas viejas; y mal para los mexicanos que fuimos representados de manera vergonzosa en este caso.
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