Todos hemos visto el despliegue que hace el presidente López Obrador cuando quiere llamar la atención. Es un hombre verdaderamente expansivo. No se detiene ante nada. Es capaz de decir cualquier tontería con tal de acaparar la atención. Por supuesto, también sale con cosas planeadas a detalle, pero digamos que tampoco lo considera indispensable. A él lo que le gusta es que se hable del señor presidente López Obrador por encima de todas las cosas: él como el gran tema, el control de la plática nacional, el centro de las sobremesas, la conversación del desayuno, la polémica de la comida y, si se puede, mejor aún, causa de las discusiones familiares.
Los presidentes suelen ser narcisos, eso se da por descontado. No hay sencillez que resista su importancia. Su poder, las alabanzas de sus cercanos, el aplauso interesado de los demás y, si le sumamos la popularidad del personaje, pues es muy fácil que sean personas extraviadas en su propio espejo.
El caso de López Obrador no es algo nuevo. Le gusta compararse con grandes personajes de la historia, particularmente con aquellos que atraviesan duras etapas de dolor y que son considerados salvadores de sus pueblos. El hombre se ha comparado con Jesucristo, con Francisco de Asís, con Abraham Lincoln, con Gandhi y, dado que la circunstancia nacional lo obliga a elegir un personaje, con Benito Juárez. Hace algunos años se quejó amargamente porque los medios de comunicación tenían más cobertura sobre la muerte del Papa que sobre su juicio político. Ha dicho que él, al igual que Jesús, ha sido espiado y perseguido. Eso, de la mano con su austeridad de 200 pesos en la cartera y su delirio de ser la encarnación del bien, puede explicar muchas de las cosas que han sucedido en el país recientemente. Pero ya se va. Quedan unos meses para dejar de escuchar las prédicas del fanático que fue presidente.
Por supuesto que no se irá del todo. Quedará su fantasma. A muchos nos descansará la ausencia de los dislates cotidianos del personaje que nos gobernó, pero habrá a quien le pese el fantasma. Y será a Claudia Sheinbaum, si es que gana las elecciones. Macho irredento, el Presidente ha hecho todo por estorbar a la figura de Claudia, por condicionarla, por decirle lo que tiene que hacer. No contento con su paquete de reformas para tener un país como le gusta a él, ya anunció también que hará una sugerencia de las obras de infraestructura que se tienen que hacer en el próximo gobierno. No tiene llenadera. Muestra de eso es que su libro de despedida lo saca con meses de anticipación a su salida. Su libro se titula Gracias y está bien salpicado de insultos y denuestos a sus adversarios, como debe ser de un líder del humanismo mexicano.
Es correcto el comentario reiterado en análisis y mesas de que no se sabe quién es Claudia, qué quiere Claudia, porque todo lo ocupa el presidente en sus afanes expansivos. De por sí la señora no es carismática, por decirlo de alguna manera, y el otro nomás la deja salir a contar su historia de amor en un pódcast del Día del Amor y la Amistad o aparecer como ungida como candidata del Partido Verde.
Porque algo es cierto en política: uno carga con los fantasmas propios, y algunos del partido que lo postula más los que te carga la gente. Claudia tendrá que sumar el fantasma de López Obrador, que será la sombra que la persiga.
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