Desbordado

Se sabe. El presidente es propenso a la grandilocuencia. Como tiene una imagen enorme de sí mismo considera que todo lo que hace y dice es también grandioso. Cada vez son más seguidas las muestras de un narcisismo sin contención. No le basta decir que a partir de su llegada el país ha entrado en “una transformación”, inaugurando, según él, una nueva etapa histórica. La historia nacional la divide en cuatro partes: tres antes de él y la cuarta que es él mismo. Así el personaje humilde de 200 pesos en la cartera, el hombre sencillo que se alojó en un palacio, que le quitó al pueblo un museo para vivir ahí: como si fuera una pieza de museo, invaluable en su valor histórico.

Envuelto en su megalomanía, el presidente repite de manera insistente que es el presidente “más atacado e insultado de los últimos 100 años”. Nadie ha sufrido tanto como él, pero ese sufrimiento es el que lo hace grande ante los ojos del pueblo, y más importante, ante sí mismo. No hay medias tintas para el presidente mexicano: la historia va de su mano. Envanecido hasta el delirio, se asume personaje universal, un hombre digno de imitar, un estadista de talla internacional que busca la paz del mundo, la amistad entre los pueblos y el resurgimiento del hombre nuevo. Por eso sus prédicas para alejarse del dinero y de los bienes materiales. Se trata no de ser un buen cristiano o un buen mexicano, sino de ser como el presidente López Obrador: un ser humano excepcional.

En estas últimas semanas lo hemos visto feliz y desbordado inaugurando obras, particularmente trenes. Seguro piensa en el tren de la historia. Forzó una inauguración de un tramo del Tren Maya que terminó mal. Si uno escucha las explicaciones que dio la directora de Alstom, eran muy atendibles: había que probar los vagones, las vías, la velocidad, etcétera. Solamente el capricho de un Presidente infantiloide que quería subirse a “su tren”, sin importar si estaban las condiciones adecuadas, provocó el evento. El trayecto duró horas, pero el señor se subió al tren.

La fascinación por las obras espectaculares es del tamaño de su ego. No se cansa de decir que el AIFA es uno de los aeropuertos “más importantes del mundo” y que, en su momento, era la obra “más importante y grande del mundo”; también a inicios de este mes dijo que el Tren Maya era “la obra pública más importante del mundo”. Nuestro presidente no se anda con pequeñeces. Los dictadores tienen debilidad por el gigantismo, hacer obras que superen lo anterior. Frank Westerman, en su libro Los ingenieros del alma (Ed. Siruela), hace un recorrido por las obras hidráulicas de la época soviética. Construcciones descomunales impulsadas por Stalin que duraron años; algunas de ellas fueron un fracaso rotundo. Pero el empeño del gobierno estaliniano era tal que incluso llegó a hacerse una “literatura hidráulica” cuyo proyecto estuvo a cargo del escritor Máximo Gorki. Como el canal de Belomor, que se construyó “a una velocidad frenética –20 meses–, esta vía acuática de 227 kilómetros fue excavada a mano por 126 mil penitenciarios”. Westerman trae a colación un artículo publicado por Marx respecto de ese tipo de obras: “Cuanto más colosales son las obras hidráulicas que emprende un poder estatal, más despóticos son sus gobernantes”. Suena familiar.

Entramos ya en el último año de este gobierno y no queda más que esperar meses de delirio megalómano en nuestro presidente, que siempre encuentra eco en sus fanáticos, que no dejan de verlo para arriba con devoción servil.

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