Cada quien su historia

Claudia Sheinbaum hace las cosas por quedar bien con su benefactor mientras queda mal con los demás.



Se entiende que todos los gobernantes, particularmente los presidentes, muestren alguna debilidad, inclinación o abierta identificación con algún personaje de la historia. Todavía se recuerda la estatua ecuestre de López Portillo como si fuera el mismísimo José María Morelos. Porque claro, el problema surge cuando el gobernante, en lugar de identificarse, se siente el personaje histórico que le gusta.

Todos sabemos que el personaje con que se identifica López Obrador es Benito Juárez. El presidente no suelta al Benemérito de las Américas. Lo cita todas las semanas, trae anécdotas de él (en una reunión de la ONU dijo que a Mussolini le pusieron Benito por Juárez –este episodio presidencial me gusta repetirlo porque sí tiene mucho de representativo de nuestro presidente: se siente poco ante los de afuera y no tiene más que decir alguna barbaridad para justificar su presencia en ese foro. Ningún jefe de Estado en su sano juicio menciona en las Naciones Unidas a alguien que tantas desgracias trajo al mundo como el Duce italiano–). Seguramente el otro día que decidió quedarse encerrado en su camioneta, se acordó que don Benito anduvo para arriba y para abajo del país en una carroza. En fin, que el presidente si pudiera se peinaba como Juárez. Hace un par de días mencionó que encontró algo en Palacio Nacional que llamó su atención: “Aquí tenemos todavía los jarrones de Maximiliano y, claro, ya es historia, son piezas históricas. Nada más voy a ver si antes de que termine arreglo un poco la museografía, porque hay un jarrón de Maximiliano, 1985, que trajeron de Viena, con el águila y la corona, enfrente del retrato del presidente Juárez. Entonces no quiero que el presidente Juárez siga molesto por esto, o sea, no se merece eso”. Seguramente nuestro presidente habla con Juárez por las noches porque le manifestó su irritación por los jarrones de la época de Maximiliano. Parece que no todo anda bien en Palacio.

El pleito del presidente con la historia ha llegado a niveles preocupantes tanto en sus intervenciones públicas como en el seguimiento que de manera inopinada le ha dado Claudia Sheinbaum, gobernante de la CDMX. La señora Sheinbaum tiene varias luces en su gobierno –y manchas gigantescas, claro; lo de la Línea 12 la perseguirá siempre–: su manejo de la pandemia ha sido notable y en eso cuenta su distanciamiento, desde un inicio, de la insensatez y la irresponsabilidad criminal de López-Gatell. La señora Sheinbaum es una gobernante seria pero que, lamentablemente, le ha dado un juego verdaderamente ridículo a esa pretensión de anular la historia y hacer una versión nueva. Le cambia el nombre a las calles, quita estatuas, anuncia otras. Es tal su falta de seguridad en lo que hace al respecto que ha cancelado hasta nuevo aviso a Tlali, la escultura de la cabeza de una mujer indígena en el lugar en que estaba la de Cristóbal Colón. La ola de críticas llegó hasta porque no adjudicó la pieza a una mujer escultora. Sheinbaum hace las cosas por quedar bien con su benefactor mientras queda mal con los demás.

Esa desproporción de corregir la historia no tendrá buen final. Colón estaba ahí, en esa glorieta, desde antes que llegaran los antepasados de Sheinbaum, y seguirá en la historia universal cuando nadie recuerde, en la historia local, quién fue la señora Sheinbaum. De Maximiliano seguirá, en la National Gallery de Londres, un cuadro de su fusilamiento pintado por Manet, aparte de cantidad de buena literatura por el personaje que fue; de Juárez seguirá su recuerdo en estatuas y discursos y de López Obrador una foto al lado de Peña Nieto en la historia de los presidentes mexicanos y, a la mejor, una placa en un siquiátrico. Cada quien su historia y sus alcances.

 

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