Como presidente, López Obrador no sólo deberá rendir cuenta de sus acciones, sino también de sus palabras.
Ojalá no tarde mucho López Obrador en darse cuenta de que sus palabras son muy importante para todos, nos gusten o no, estemos de acuerdo o no con ellas. Por lo pronto parece que él mismo no le da importancia a lo que dice. Quizá no sea algo voluntario y tenga más que ver con la costumbre de estar en campaña. Hay que admitir que López Obrador tiene una especialidad en ser candidato, son casi dos décadas en campaña, lo que seguramente formó en él un hábito de restarle importancia a lo que dice porque el eco de la campaña es de responsabilidad limitada.
Si el presidente –en este caso electo– dice que el país está en bancarrota es muy posible que genere alguna reacción en inversionistas, en los medios especializados y en la ciudadanía en general. Puede generar temor en los mercados, provocar una salida de dinero o simplemente falta de credibilidad en cualquier dato oficial.
Una cosa es que como candidato López Obrador repartiera adjetivos e insultos para todos los que consideraba adversos a su proyecto, y otra muy diferente que el presidente del país señale a determinada persona o grupo y los califique como enemigos de la nación, del desarrollo de la misma o del bienestar –palabra que escucharemos hasta el cansancio– de la población. No importa la palabra, en boca del presidente se convierten en algo delicado.
Decirle, por ejemplo, fifís a un grupo de periodistas en la campaña se toma como parte de la refriega, dará risa a algunos y puede llegar a formar parte de la chacota nacional. Pero que lo haga el presidente es una invitación al linchamiento público y puede tener serias consecuencias para los aludidos. No considero, como muchos, que haberle dicho “corazoncitos” a las reporteras tuviera alguna connotación particular, pero tratándose de un presidente resulta una vulgaridad y, en el contexto que se dio, una evasiva mezclada con falta de respeto.
Luis Espino, agudo analista de discursos, menciona en un texto en Letras Libres que “como sociedad, durante muchos años, le hemos dado permiso tácito para decir lo que otros políticos no pueden o no quieren decir, porque hemos estimado que es valioso que haya alguien en la arena pública que hable de esas ‘verdades’. López Obrador ha criticado –e incluso insultado– a su antojo al poder político, al poder económico y a instituciones que los políticos tradicionales no tocan: la Presidencia, la alta burocracia, las Fuerzas Armadas, el Banco Central, la Suprema Corte de Justicia, el Poder Judicial, los organismos electorales y un largo etcétera”. Espino sostiene que López Obrador, como presidente, debe también rendir cuenta a la ciudadanía no sólo de sus acciones sino también de sus palabras.
Los medios deben transmitir lo que dice y hace el presidente, no se les debe pedir que no lo hagan, que lo barnicen o que lo supriman. Cierto que el periodismo de investigación es relevante y que carecemos en buena medida de esa útil herramienta. Pero pedirle, en estas épocas de difusión inmediata, que no transmitan los dichos de los personajes relevantes y sus contrapartes, resulta absurdo. Juan Pardinas escribió en Reforma que “empieza a surgir una incipiente industria de la interpretación, que busca darle coherencia y sentido a los dichos del nuevo presidente”. Paradójicamente es posible que estemos ante un avanzado caso de foxismo.
Bien dicen que uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Ojalá el presidente López Obrador entienda que no todo lo que se le menciona o sugiere desde otros frentes, que no son los de su fanaticada, es de mala fe y puede serle útil a él y al país. Si para eso sirve la transición, para que entienda el peso y valor de la palabra presidencial, será un tiempo bien aprovechado.
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