Es claro que Ricardo Anaya no tiene la voluntad de mantener un liderazgo, de enfrentarse a la adversidad.
En política las derrotas nutren, consolidan, se convierten en plataformas para seguir adelante. Son pocos los que se han presentado a una sola elección y la han ganado. Grandes estadistas han tenido más derrotas electorales que victorias. Hay quienes consiguen el triunfo después de más de tres intentos. El presidente López Obrador hizo tres campañas y ganó en la última, François Mitterrand lo mismo, ganó a la tercera.
Independientemente del triunfo o no, el liderazgo se consolida con la presencia pública, con encabezar batallas todo el tiempo y no nada más en la contienda. La presencia constante hace al líder, la ciudadanía lo ve en esta o aquella discusión, planteando solucionas alternativas, al frente de la crítica, tomando banderas sociales, encabezando la oposición. Ejemplos sobran. De los tres candidatos a la Presidencia de 1994 uno fue presidente seis años y los otros dos encabezaron la oposición mucho tiempo, hasta en estos días siguen siendo figuras.
Hace un par de días Ricardo Anaya, expresidente del Partido Acción Nacional y que fuera candidato de lo que se llamó turbiamente Frente Opositor, salió de la madriguera en que decidió esconderse al término de las elecciones para anunciar en redes sociales que el Tribunal Electoral había considerado que, por su caso, se faltó a la equidad en la contienda presidencial. El panista dijo que deseaba que se acabaran esas “trampas” y casi un año después aprovechó para agradecer el voto de millones de mexicanos a su candidatura.
Esto demuestra nuevamente que Ricardo Anaya nunca tuvo –no sólo la posibilidad– ni siquiera la entereza para ser presidente del país. Es un político ratonero, maniobrero, que en cuanto no le sale algo corre a esconderse, a desparecer para que no hablen de él. Es claro que no tiene la voluntad de mantener un liderazgo, de enfrentarse a la adversidad. Apenas terminaron las elecciones sus millones de electores no supieron nada de él. Escondido en su fracaso, rumiando su derrota desapareció dejando el desastre que es hoy la oposición de derecha y los restos de sus asociados. Se escondió incluso del triunfador, peor todavía, se escondió de aquellos que votaron por él y que ahora no tienen un faro en la dura oposición que mantienen solos contra el gobierno y el aplastamiento de López Obrador. Más hizo por la oposición en estos meses Meade –el tercer lugar– con una servilleta que Anaya en diez meses refugiado en alguna mazmorra personal.
Dicen que da clases en una universidad estadounidense, seguro son buenas clases, pues, como quedó claro, le encantan las presentaciones. Sus decisiones personales son respetables, pero como hombre público, como político que es –no ha dicho que se retira– las acciones públicas son criticables y cuestionables. La imagen de Anaya irá acompañada del hundimiento del PAN y del desastre electoral de la oposición en México y si bien no es el único responsable, él hizo todo para personalizar la imagen de la oposición: pasó por encima de todo lo que se lo impedía, se echó en los brazos de los adversarios de su partido creyendo que eso lo haría mejor ante los demás, traicionó a quien fuera necesario, creyó que su inteligencia bastaba para aplastar el carisma de un hombre y el enojo de millones, creyó que su soberbia era virtud. Ahora manda desde su ratonera un video. Como bien concluye Zweig en su libro sobre Fouché: “…su hambre insaciable de poder ha convertido a este lobo audaz en un perro cobarde”.
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