Son muchos los creyentes en un nuevo AMLO. Para justificar su nueva creencia se adhieren a algunos gestos, hasta ahora desconocidos, del puntero en las encuestas. En realidad, las señales que detectan son un artificio, parte de una pose para tratar de mostrar una falsa personalidad. Sabe que su manera de ser no le alcanza para ganar, por eso abrió un mercado de oferta de puestos, de lavado de pecados políticos y lo atiende personalmente: vende barato, da fiado, otorga crédito a plazos. Todo con tal de participar en el primer lugar de la pepena política.
Claro que para creerle al candidato del momento, que en realidad ha sido candidato todos los momentos que van del siglo, se necesita cierta dosis de culpa, de ambición por un puesto y de disposición a la ignominia. Porque él da la bendición al pecador en público para que se vea que se han purificado los que parecían irredentos. Pero la naturaleza del autoritario es mandar, la del mesiánico sentir que nadie lo merece porque tiene designios divinos, la del necio ser obcecado y, en una buena mezcla, sale un candidato presidencial que exige postración total con sonrisa o sin ella. Las últimas semanas de conversiones han sido particularmente llamativas, porque ha trocado voluntades de quienes fueran sus radicales adversarios. Aunque el asunto es un poco penoso. Se dice que sonríe muy bonito, que es muy simpático, que realmente quiere gobernar, que ahora es muy incluyente, que piensa en el país. Mantiene a raya a sus fanáticos, usualmente violentos, del arribismo que ha tomado por asalto esa campaña. Nadie comenta nada, todos agachan la cabeza porque el sumo sacerdote va a oficiar de aquí a las elecciones y sólo su palabra basta.
En el caso del texto de Jesús Silva-Herzog, en el que critica a AMLO y señala el cambio que ha manifestado el candidato de Morena, la respuesta del candidato presidencial fue la descalificación y los insultos. Es un claro ejemplo de que López Obrador no ha cambiado ni puede cambiar. Cualquiera finge en un café, en dos cafés, en tres cenas, los políticos son profesionales de esto o no son políticos. Pero la naturaleza los delata. Los insultos públicos contra Silva-Herzog y contra Enrique Krauze, el mismo día, por parte de AMLO, hablan de una persona refractaria a la crítica, que no tolera la diferencia. Acepta en su negocio de cascajo a cualquiera, pero si no se está de acuerdo con él, se pertenece a la mafia y sus “secuaces”. El propio lenguaje –que en el caso del candidato de Morena es muy pobre– habla de que o se pertenece a su movimiento de “regeneración”, o se es un subordinado de algún interés perverso.
El problema de creerle que perdona es que también está la otra cara de la moneda: se le debe de creer cuando acusa. Y eso es grave, porque al señor no se le va en perdonar a los que entran, sino en señalar a los que no atienden su palabra salvadora y purificadora. AMLO no ha cambiado. Solamente hay una versión de él y es la del personaje que conocemos: colérico, delirante, desquiciado, sin autocontrol, maniqueo y fascistoide. No debe extrañar que el orate de John Ackerman, el “intelectual” más cercano a AMLO –después de haber publicado un tuit en el que se arrepentía de haber sido “gringo” y ver deporte con sus amiguitos de la adolescencia– difunda consignas de que o gana AMLO o “habrá chingadazos”. Y es que así son. No cambian. Sólo hay un López Obrador y es el mismo de 2006: la versión 1.0. Si ya saben cómo es, para qué le creen que cambió.
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