Ha llegado la hora. Desde hace tiempo se había visualizado y previsto que Andrés Manuel López Obrador tendría en la transformación y dominio del Instituto Nacional Electoral, la batalla política fundamental de su sexenio. Esto no lo ocultó desde el momento en que se lanzó, poco a poco, en contra de las instituciones autónomas que se fueron generando como un medio de controlar el poder gubernamental, en tiempos en que México no había arribado a la democracia pero que, sin duda, ayudaron a la transición y la alternancia política que poco a poco fue emergiendo desde la sociedad y dio un primer paso en 1997, cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y fue el prólogo de su derrota en la elección presidencial del 2000.
Insisto, como lo he hecho en otras ocasiones, en que esos avances no dieron fin a la transición democrática, pues, aunque hubo distintos logros en cuanto a la alternancia en los cargos públicos, muchos elementos del antiguo sistema subsistían, y los vemos aflorar en la regresión democrática que hemos visto en el actual sexenio que, si bien no ha logrado eliminar su expresión electoral, ahora apunta en esa dirección.
En cierto sentido, para la oposición en el Congreso se trata de la batalla de las batallas que revelará de qué identidad democrática están hechos los partidos políticos.
De Morena ya sabemos qué esperar como conjunto, aunque pudieran surgir de entre sus filas algunas disidencias excepcionales que actuando con libertad y autonomía entiendan y asuman que aprobar la reforma electoral en los términos y en el momento en que ha sido planteada, constituyen un retroceso democrático. Ojalá así ocurra.
En cuanto a los partidos aliados al presidente en lo electoral y en el Congreso, ha llegado una prueba de fuego en la que, incluso, está en juego su sobrevivencia por el veneno que contiene el nuevo sistema electoral propuesto, que los podría llevar a su desaparición. Del mismo modo, su apoyo revelaría que su acción contradice a su discurso democrático y los desnudaría en lo que son, algunos con aspiraciones autoritarias, de ilusiones dictatoriales clasistas o de oportunistas dispuestos a saltar a cualquier trampolín que ayude a sus dirigentes a seguir ocupando cargos públicos o chupar del presupuesto.
El PRI es una incógnita. En el pasado actuó como un monolito en el contexto de una simulación democrática que, en el discurso, hoy reconocen implícitamente, pero que algunos añoran. Recordemos que Morena está plagado de exmiembros de este partido que le han aportado ese ánimo autoritario en el que vivieron y quieren restaurar. Ya vimos cómo simuladamente el PRI impulsó una idea del presidente López Obrador de mantener al Ejército en las calles, después de que éste absorbiera a la Guardia Nacional. Dice formar parte de un bloque opositor, pero sólo algunos disidentes han actuado en congruencia en esta línea.
Del PRD se puede decir algo semejante, aunque no igual, que lo señalado del PRI. Éste partido se nutrió de expriistas y convivió en una federación de tribus tan frágiles, que el caudillismo de un hombre logró partirlo y disminuirlo y hoy está en peligro de extinción. Sin embargo, todo parece indicar que sus militantes en el Congreso serán congruentes y resistirán las seducciones y amenazas con las que se busca doblarlos.
De Movimiento Ciudadano queda la incógnita de las veleidades de sus miembros, ante la aparente dureza de su dirigente en contra del presidente y de la iniciativa. Su voto es importante en estos momentos donde posibles defecciones pudieran inclinar la balanza en contra del INE. También está a prueba su congruencia democrática.
Finalmente está el PAN, hasta ahora el partido más firme y definido, aunque con poca fuerza en la expresión, tan necesaria en estos momentos. La “brega de eternidad” de Manuel Gómez Morín tuvo un importante acercamiento, aunque no alcanzada la meta, con la alternancia política. Quienes de entre sus filas han ocupado cargos públicos no siempre han sido congruentes con sus principios ni con sus posicionamientos oficiales. De ellos se esperaría un voto firme y contundente, aunque luego surgen sorpresas de última hora de quienes, sin haber asumidos los principios del partido, vieron que con la transición, también éste y no solo el PRI, era un camino de realización de sus ambiciones políticas para llegar al poder.
En cuanto a la sociedad, su voz se ha hecho sentir. Son numerosas las asociaciones y las personas que se han pronunciado en contra de la reforma electoral propuesta que, entre otras cosas, asienta un golpe mortal al INE y al Tribunal Electoral. Se trata de disminuirlo y quitarle el ánima que le dio vida a favor de la democracia y que, dentro de sus imperfecciones, han construido la ruta de los procesos electorales democráticos que han culminado en la alternancia en el poder en municipios, en estados, en la presidencia y en los congresos.
No sorprende que Rosario Piedra Ibarra, usurpando las funciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y violando la Constitución, cumpla hoy con la sumisión que se esperaba de ella desde el momento en que fue designada como presidente de la misma. Su designación fue un primer golpe a los organismos autónomos y hoy se aprecia el resultado: la sumisión a la voluntad presidencial.
La gravedad del retroceso que representaría esta reforma es tal, que hasta la Conferencia del Episcopado Mexicano, siempre tan parca y discreta en sus pronunciamientos sobre temas políticos -aunque no partidistas-, ha hecho un pronunciamiento en contra de la misma y se ha pronunciado a favor de los organismos electorales vigentes. Habrá que reflexionar acerca de la expresión de los obispos cuando señalan que quienes defienden la reforma, carecen de autoridad moral. Podría añadir, aunque tengan mucho poder.
La batalla por la reforma electoral no es sólo del presidente y sus fuerzas, ni de los partidos políticos, sino de toda la sociedad. Yo me pronuncio en contra de esta reforma autorizaría.
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