Toda persona merece respeto, el cual debe ser recíproco. Este no se puede acaparar y monopolizar por un grupo que reconoce subjetividades que son mundos ideales, abstractos y que no están fincados en la realidad
El Congreso de Puebla aprobó en lo general, con cero votos en contra, la llamada “Ley Agnes”. En ella se reconoce el “género autopercibido”, una expresión más relativa a la ideología de género, con lo cual se da existencia jurídica a la subjetividad de quien pretende autodeterminarse desde su subjetividad, desprendiéndose de su realidad objetiva, de lo que es. Con ello, el sentimiento, que no el conocimiento de sí mismo, se proyecta hacia el exterior para imponerlo a los demás, quienes lo perciben como es, pues no pueden compartir su sentimiento.
¿Cómo fue que el Congreso poblano admitió este ordenamiento jurídico?, por la presión que sufrieron los legisladores en una de esas tomas violentas, donde la fuerza obliga y somete a quienes debiendo legislar para todos, es sometido por una minoría que, a fuerza de violencia física, ideológica o verbal, impone hoy disposiciones “políticamente correctas”, a su servicio.
Con esta ley los poblanos tendrán que aceptar, como lo hicieron los romanos con Calígula, a la fuerza de un derecho positivo que deforma la justicia a través del reconocimiento de algo tan gelatinoso como es lo autopercibido. Sin embargo esta autopercepción se circunscribe a un grupo que, poco a poco, va reclamando privilegios y está usando al Estado para imponer una ideología como única, a pesar de su distancia con la realidad, pues su soporte es particular, interno y único. ¿Qué ocurriría si todos obramos unilateralmente a través de nuestra autopercepción de lo que somos y, por tanto, de lo que se nos debe?
Parece que los legisladores, temerosos de quienes tomaron el Congreso y los obligaron a discutir el proyecto de ley señalado, se sintieron amenazados de sufrir nuevamente la captura del Congreso, si tras la discusión no la aprobaban. En pocas palabras, se sometieron. Incluso la oposición calló y según la información, sólo uno marcó distancia temerosa, absteniéndose.
Esta legislación, asumida y adoptada por la izquierda, constituye la visión más radical del individualismo. Esto se contrapone claramente a quienes dicen trabajar con sentido social, pues asumen uno de los principios sociales provenientes del neoliberalismo más radical, pues rompe con la solidaridad humana, pues se disuelve la identidad que nos identifica y nos permite hacer comunidad. Se privilegia con ello el yo absoluto, el egoísmo, frente al que debiera ser un semejante que comparte una misma naturaleza no subjetiva, sino dada y que debe ser reconocida.
Quienes aprueban estas leyes no visualizan las consecuencias sociales de asumir visiones minoritarias, hasta únicas, que favorecen a muy pocos. Cabría preguntarse ¿cuántos “matrimonios” se favorecen con esta concepción? ¿Cuál ha sido su estabilidad? ¿Cuáles son sus beneficios sociales?
Resulta claro que por ese camino la ley no favorece el bien común. Por el contrario, favorece las fuerzas centrífugas que atomizan la sociedad y lejos de conducir al desarrollo, provocan el incremento de los intereses particulares maximizados desde la concepción de sí mismo. En el fondo, en contra de la idea discriminadora de la que se lamentan, ahora ellos provocan una discriminación de los que sí nos reconocemos con una identidad natural resultante de una realidad objetiva que identifica la percepción de sí mismo con su conformación biológica irrenunciable, por más que se diga que no gusta, por la causa que sea.
Toda persona merece respeto, sin duda alguna. Un respeto recíproco que no se puede acaparar y monopolizar por un grupo que, de acuerdo con el mismo objeto de la ley, reconoce subjetividades que son mundos ideales, abstractos, que no están fincados en la realidad y que, sin embargo, se pretende imponer como pensamiento único a la sociedad, como ya se está haciendo en el sistema educativo y extendiendo mediante la legislación. Esto es vivir fuera de la realidad, que es superior a la idea.
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