Hay que recordar que cuando se advirtió lo peligroso del proyecto de Morena, muchos se sintieron confiados en la fortaleza de nuestras instituciones.
Un proyecto político se conforma de acciones positivas que ayudan al desarrollo del país. Sin embargo, el actual gobierno ha llegado arrasando con cuanta institución estorba al proyecto hegemónico, por el momento, o a la desviación del Estado del curso que le es propio. Tal pareciera que antes de construir, si es que se hace, hay que destruir.
En 2006 Andrés Manuel López Obrador expresó enfáticamente un grito enardecido: ¡Al diablo las instituciones! Y lo dicho entonces, que quizá muchos interpretaron como una expresión de enojo por lo que él consideraba un fraude electoral, hoy nos muestra que era una convicción, y lo está aplicando.
En el afán de manejar directamente desde el Ejecutivo los más recursos posibles para sus acciones populistas, desde Palacio Nacional, con el asentimiento de su equipo, incluso de la Secretaría de Hacienda que se caracterizó siempre por su rigidez en el manejo de recursos, se ha dado paso a la cancelación de fondos y fideicomisos de manera indiscriminada, bajo el pretexto de malos manejos y opacidad.
Como es costumbre en la actual administración, siempre se ve la paja en el ojo ajeno. Se aplica aquella idea de que, si en una institución hay corrupción, todas lo son por igual, hay que acabarlas. Se actúa en sombras, a ciegas, sin discernir ni clarificar. Se habla de corrupción, pero no se dice dónde, cuándo, cómo y quiénes. Son meras apreciaciones o caprichos, quizá un revanchismo por despechos del pasado.
Suponiendo, sin conceder, que en los fideicomisos y fondos hubo corrupción, es necesario analizar si la culpa es de la institución, tal como está concebida, o de quienes la operaron y desviaron de sus fines. Podría ser que sus resultados no hayan sido eficientes o hayan perdido su razón de ser. Pero no, la decisión de suprimirlos carece de un fundamento sólido. Lo que le ha importado al gobierno es hacerse de más recursos y, sospecho, manejarlos discrecionalmente.
Resultó paradójico que fueran algunos de los aliados del presidente, quienes se manifestaran y votaran contra la guadaña generalizada, señalando la necesidad de una revisión puntual de cada caso. Pero no fueron escuchados, a pesar de haber intentado salvar algunas de esas instituciones. Incluso ellos mismos llegaron a demandar que junto con esta acción se clarificara cómo y dónde iban a destinarse los recursos para atender las necesidades a los que estaban orientados. La respuesta es el silencio y la opacidad. No a las instituciones, sí al personalismo.
Beneficiarios de algunos de estos fondos, particularmente destinados a la investigación, fueron enfáticos en explicar a Mario Delgado, pastor de la borregada de Morena, las consecuencias que tendrá el manejo de los recursos desde las dependencias federales, que operan con presupuestos anuales e impiden o dificultan la asignación multianual de recursos para proyectos que se prolongan en el tiempo. No hubo razón que escuchara y atendiera, pues se atuvo a las directrices dictadas desde Palacio, como en los mejores tiempos del PRI.
Pero también llamó la atención que entre quienes protestaban por la decisión de desaparecer estas instituciones, se escucharon gritos de ¡traición! Esto me hace sospechar que entre quienes ahora pasarán al desempleo, perderán becas, verán cancelados sus proyectos, se encuentran algunos que habrán votado por Morena, esperando otra cosa, y hoy no sólo están decepcionados sino también frustrados de que la guillotina también les haya tocado a ellos, cuando pensaban que eran otros los destinatarios. Pero olvidaron que las revoluciones (¿transformaciones?) también tienen como víctimas a sus promotores y actores. Si no, revisemos la historia.
Hay que recordar que cuando se advirtió lo peligroso del proyecto de Morena, muchos se sintieron confiados en la fortaleza de nuestras instituciones. Olvidaron que, en el autoritarismo, los autócratas y sus aliados, cuando conquistan posiciones de poder, se dedican a demolerlas. Y, por lo que se ve, el actual gobierno tiene prisa por demoler todo lo que tiene enfrente, sin analizar si con ello provoca más mal que bien.
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