¡Egoísmo, indiferencia y mezquindad!… ¡Abajo la Humanidad!

Sí, parece una porra, porque…¡es una porra! Y es la porra que todos, con nuestra actitud, le gritamos a todo pulmón al mundo cuando de los problemas “ajenos” se trata. Claro, también podrían haber otras como: ¡Amor, salud y dinero! ¡Amor, salud y dinero!…¡mi bienestar es primero! O la de: ¡Ambición, comodidad y pereza! ¡Ambición, comodidad y pereza!…¡yo soy el único que interesa! Y podría recitar otras clásicas más.


Actitud ante problemas


Lo anterior, si bien tiene su lado chusco, tiene un lado muy serio, y es este último el que nos da el preámbulo para entrar en materia, para lo cual nos enfocaremos primero en algo que todos tenemos y nadie queremos: ¡Problemas! Por éstos entenderemos cualquier situación o experiencia indeseable de carácter temporal o permanente, de difícil o, en ocasiones, imposible solución, que afecta en diversos grados nuestra esfera individual en sus diferentes ámbitos, ya sea en lo espiritual o moral, en lo afectivo, en lo físico o en lo económico. En otras palabras, es algo que no nos gusta y que nos “pasa a amolar”.

 Es natural que ante cualquier problema que nos aqueje, nuestra primera reacción sea tratar de solucionarlo; sin embargo, resulta que no siempre tiene solución (o no la que quisiéramos) y, teniéndola, hay ocasiones en que resolverlo no depende de nosotros o, al menos, no enteramente, y ahí es donde entran o deberían entrar en la jugada los “demás” para apoyar a aquellos que están en problemas.

 Como parte de ese ente colectivo que somos como especie, debería ser natural o instintivo que, ante cualquier problema que aquejara a nuestros congéneres (a otros como nosotros), aflorara espontánea y desinteresadamente en ti y en mí ese espíritu solidario o subsidiario y, como dicen por ahí, le “entráramos al quite”, “metiéramos el hombro”, apoyáramos, pues, “mijitos”. Así funciona en la naturaleza.

 La realidad nos muestra una película muy distinta y francamente preocupante. Resulta ser que nos regimos bajo la máxima de que cuando el problema no me afecta a mí o a los míos directa e inmediatamente, ni obtengo algún beneficio rápido, palpable y, de preferencia, económico, apoyando a su solución, entonces no es mi problema y que Dios reparta suerte. Así es, siempre es responsabilidad de alguien más, de los famosos “demás”, que ni sabemos ni nos interesa saber quiénes son, pero de algo sí estamos seguros, y es de que no somos nosotros y de que no queremos ser nosotros.

 En el mundo hay muchísimos y muy variados tipos de problemas. Uno de los más graves, tanto en frecuencia como en intensidad, es precisamente que no nos ayudamos entre nosotros, cada quien “ve para su santo”.

 A esta forma de actuar se le conoce simple y llanamente como “egoísmo”, que es la conducta que denota excesivo interés en nuestra propia persona y que, a su vez, da pie a lo que llamamos “indiferencia”, que es un estado de ánimo neutro en el que no experimentamos ni rechazo ni inclinación hacia los demás y sus problemas, o sea, el tradicional “me valen un comino”.

Si bien ante nuestros ojos egoístas “ayudar desinteresadamente” no nos beneficia, ¿en qué nos afecta? Primero, afecta nuestra comodidad o zona de confort, pues hacer algo por los demás siempre implicará, cuando menos, tiempo y esfuerzo; después, podría perjudicar nuestro patrimonio porque, para bien o para mal, muchos problemas se resuelven con dinero (y no digo que el dinero es la solución para todo, pero ¡ah, cómo ayuda el desgraciado!). Así es, nos hemos vuelto una bola de tacaños y comodinos… ¡Sí, tú también!

 Lo cierto es que nuestra miopía nos impide ver que, al ayudar desinteresadamente a los demás, de la forma que sea, ya sea a alguien en específico, o bien, a alguna causa, los primeros beneficiados somos nosotros. Si partimos de la premisa de que es el hacer y no el tener lo que nos hace felices (porque así lo ha demostrado la experiencia, a pesar de que el sistema que controla la sociedad en que vivimos nos quiera hacer creer otra cosa), debemos reconocer que no hay “hacer” más noble ni que engrandezca, perfeccione o realice más a la persona que el “amar”. No en sentido romántico, sino en sentido fraterno, habiendo despojado al término de toda cursilería; ese amar por el cual, en una determinada circunstancia o caso específico, ponemos nuestras aptitudes, habilidades, tiempo, esfuerzo y/o dinero al servicio de los demás, de manera desinteresada, libre y, especialmente, alegre; ese poner al otro antes que uno mismo y hacer “sus” problemas “nuestros”.

 Aunado a ello, habrá que considerar el aspecto utilitarista que ayudar a los demás nos podría representar. Y es que no hay que olvidar que vivimos en una comunidad llamada Tierra en la que, ahora más que nunca, debido a la globalización, no hay problema que nos resulte enteramente ajeno. Por ejemplo, si hay guerra en el Medio Oriente y, por tal motivo, se produjera una reducción en la producción del petróleo, el precio de éste se iría para arriba, encareciendo no sólo la gasolina que utilizamos en México, sino diversos productos que se importan en el país. Ni qué decir de cómo nos podría afectar lo que pasa en nuestra colonia, en nuestra ciudad, en nuestro estado…¡en nuestro país! Nos guste o no, hoy todos estamos en más de una forma conectados.

 Sobra decir que si todos contribuyéramos a alguna causa justa que involucrara poner nuestro tiempo, dinero o esfuerzo, aunque fuese muy pequeña nuestra participación, el beneficio común sería evidente y progresivo. Y esta “progresividad” se derivaría de la reciprocidad que cabe en todas las personas bien nacidas, ya que, en teoría, cuando alguien te ha ayudado, en agradecimiento, si no lo ayudas a él, porque no lo necesita o porque no tienes la oportunidad, sí deberíamos ayudar a alguien más que ha caído en desgracia, haciendo exponencial esa conducta altruista. También, como dicen por ahí: “El ejemplo arrastra”.    

 Por otra parte, hay que decir que no sólo hay que ayudar porque nos conviene, como dijimos en párrafos anteriores, sino que también es una obligación de orden moral, derivada de lo que podremos llamar “justa retribución”. ¿Nunca te has preguntado: por qué yo esto o por qué yo aquello? Sí, ¿por qué yo nací en donde nací?, ¿por qué tuve unos padres como los que tuve?, ¿por qué tengo tales o cuales habilidades?, ¿por qué tuve tantas oportunidades?, ¿por qué soy tan “suertudo”?, ¿qué hice para merecer tanto (ya cada quién dirá qué es “tanto”)?  ¿Por qué no nací judío en Alemania en 1939? ¿Por qué no me abortaron?…

 A decir verdad, son preguntas cuya respuesta es: “¡Úchala, quién sabe, “mano”! Lo único cierto es que hay infinidad de bienes y dones que nos fueron dados sin ningún mérito de nuestra parte, sin siquiera tener intervención u opinión alguna. Digamos, el ser muy bueno para algo o ser muy inteligente; nacer en tal o cual país o en tal o cual época; tener unos padres amorosos, comprensivos y que te apoyen o, simplemente, tener padres;  o estar completos físicamente y en pleno uso de nuestras capacidades. Sin importar qué o cuánto hayamos recibido, siempre tendremos algo que a alguien más le será útil, aunque sea tiempo. Entonces, la pregunta no es: ¿por qué yo o por qué a mí?, sino ¿qué debo hacer con esto que me fue dado? ¿Es suficiente el que lo utilice sólo para mí y los míos? ¿Estoy cumpliendo con mi finalidad como persona si no los uso en pro de los famosos “demás”? ¿No estaré siendo muy pequeño en aspiraciones si todos mis esfuerzos los enfoco en “tener” y no en “ser” o “hacer”? Recuerda que todos, en determinado momento o circunstancia, necesitamos de alguien. Quien diga que todo lo ha logrado solo es un malagradecido o tiene serios problemas de memoria. Todos alguna vez hemos sido parte de los famosos “demás”.

 Mencionábamos en la porra que entonamos al principio de este escrito 3 conductas, las cuales, como podremos darnos cuenta, no son lo mismo, pero sí están relacionadas. Ya hablamos del egoísmo y de su fea hija, la indiferencia. Pero la cosa no para ahí, resulta que el egoísmo y la indiferencia, cuando se “echan ojitos” el uno a la otra, alcanzan un grado superlativo, dando a luz a ese adefesio llamado “Mezquindad”.

 Donde el egoísmo y la indiferencia dicen: “¿A mí qué?”, “¡Qué flojera!” o “¿Yo por qué?”, la mezquindad dice: “Ni modo, por buey”, “El que no transa no avanza”, “Sólo esta vez, qué tanto es tantito”, “¡Ya fregué!”, “Total, todos lo hacen”, “De que lo haga yo a otro, pos yo” o “Nadie se va a enterar”. Sí, el mezquino es aquél al que no sólo no le importan los problemas de los demás y no hace nada por solucionarlos, sino que es él mismo el que los causa y no sólo no le importa, sino se regodea. El mezquino se cree muy listo al abusar de su posición laboral, de su poder, de su situación privilegiada; de la bondad, ignorancia o necesidad de los demás; del anonimato, de la secrecía, de la suerte. La idea que persiguen es obtener el mayor provecho para su persona sin importar a quién se lleve entre las patas. ¿Suena muy grave y, a la vez, muy lejano, no? 

 A decir verdad,  yo, al igual que tú, en más de una ocasión hemos sido mezquinos. Nos quejamos de tantos problemas de los cuales somos parte activa. Me explico: ¿Te has pasado deliberadamente un alto? ¿Has manejado en sentido contrario? ¿Has manejado borracho? ¿Has dado mordida a alguna autoridad para obtener un beneficio o evitar un perjuicio? ¿Has tirado basura en la calle, playas o bosques? ¿Colillas de cigarro? ¿Recoges los “mojones” de tu mascota cuando la paseas? ¿Has arreglado el medidor para pagar menos luz o agua? ¿Te has volado la señal de cable o de internet de otra persona? ¿Has aceptado sobornos? ¿Has engañado a tu pareja? ¿Has “piropeado” a alguna mujer en la calle? ¿Te aseguraste que tu coche o fábrica no contaminen? ¿Votaste por el PRI (ja)? ¿Pagas salarios justos y dignos? En otras palabras, ¿has dejado de hacer lo que debes, cuando debes, como debes y donde debes, causando perjuicio a alguien más?

 Somos mezquinos desde el mesero que te atiende con mala cara, el doctor que te inventa un tratamiento, el mecánico que descompone tu coche para luego “dejártela ir”, ni qué decir de mis colegas los abogados, el burócrata que se echa la “guajolota” (torta de tamal, pa’ los que no son de la CDMX) o el “takeshi” en horas laborales, el “poli” que se queda dormido en su turno, el juez que falla en contra de su consciencia y a favor de su bolsillo, el maestro que no va a clases o no se prepara, los marchistas que bloquean la ciudad, el empleado que “tortuguea” y hace “horas nalga”, el taxista que se “pierde” (ah, no, ¿verdad? Ya tenemos Uber), el padre de familia que se gasta con los amigos lo de la escuela de los chamacos o que les niega algo por satisfacerse él mismo…

 La mezquindad es tan despreciable moralmente como reprensible socialmente. Y aquí debemos decir todos al unísono: “¡Que tire la primer piedra el que esté libre de pecado!”. Pero más allá de andarle haciendo al policía chino y estar buscando la paja en el ojo ajeno, la idea es empezar por cambiar uno mismo. Leí el otro día: “Si quieres que el mundo cambie, cambia tú primero”.

 Cómo será la mezquindad de nociva y qué tanto nos rodea, que cuando vemos a un “simple” egoísta o indiferente lo alabamos diciendo: “Pero si él es bueno. No se mete con nadie” o, peor aun, lo decimos en primera persona. Exacto, no le hacemos mal a nadie, pero tampoco bien. Así las cosas.

 Lo que más rabia me da es que, sí, mezquinos hay en todo el mundo, pero en México impera la cultura de la mezquindad. A todos niveles, en todos los ámbitos, en todas las clases. Luego nos preguntamos por qué México está como está…

 Parte importantísima de la solución, como ya se mencionó, es que empecemos por no ser mezquinos nosotros mismos, aunque cueste trabajo, aunque duela, hay que hacer lo que debemos, como debemos, cuando debemos y donde debemos…¡Punto! Después, hay que tratar de infundir esa nueva actitud en nuestros seres queridos y los demás que tenemos cerca. Los que somos padres tenemos un reto enorme y una gran responsabilidad ante nuestros hijos. No basta con mandarlos a la escuela, la formación es responsabilidad principal de los padres y, como dijimos antes, no hay mejor manera de formar que con el ejemplo. Hay que hacer hincapié en ello un día sí y el otro también. Hay que formar en valores como: generosidad, caridad, empatía, sentido de justicia y equidad, reciprocidad. Enseñarles a ser personas agradecidas, productivas, de la cultura del esfuerzo. Pensemos que nuestros hijos y aquellos de su generación, mañana serán quienes nos gobiernen, quienes sean empresarios, servidores públicos, padres de familia.

 Hoy, como nunca, nos quejamos de nuestras autoridades, de la corrupción, de la impunidad, de la incompetencia, de la falta de voluntad para hacer bien las cosas, del cinismo. Sólo hay que recordar que el político, el juez, el policía, el diputado, el senador, el gobernador, el presidente y todos los demás servidores públicos mezquinos, de haber sido responsablemente formados por sus padres en la generosidad, otro gallo nos cantaría. Aprovecho el espacio para mi comercial y recalcar la importancia que tiene la familia para la sociedad, defendámosla. No seamos egoístas, indiferentes ni mezquinos ante los ataques que está sufriendo actualmente.

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