Maldice a Dios y muérete: reflexiones sobre la eutanasia

Cuando Job, el varón justo, ya prácticamente había perdido sus cuantiosos bienes, su salud, su fama y su dicha; cuando estaba en un rincón, lleno de sarna, sin comprender el porqué de todo aquello. Cuando desconocía que a sus espaldas se libraba una apuesta: el Satán experimentando con él la resistencia física, psicológica y espiritual de la que es capaz un hombre antes de serle infiel a Dios, y el Señor esperando del hombre la fidelidad extrema en medio de toda oscuridad. Cuando todo esto ocurría y el sinsentido saqueaba la mente de Job, su esposa le ofrece esta salida: “Maldice a Dios y muérete”.



Esta frase de la Biblia, con todo su dramatismo, condensa gran parte del problema actual de la eutanasia.

Dividamos la frase de la esposa de Job en dos partes. La inicial hace referencia a la actitud del hombre frente a Dios: maldecirlo o bendecirlo. Ninguna de las dos posturas incurre en ateísmo: ambas presuponen que Dios existe, más aún, reconocen que Dios es causa de lo que sucede. El que bendice, lo hace porque reconoce en Dios la fuente del bien y la verdad, comprensibles o “misteriosos”, pero siempre preñados de una radical esperanza. El que maldice a alguien, por el contrario, reconoce en su destinatario la causa del mal padecido injustamente. Esto le pide considerar su esposa a Job, pues si Job es inocente, entonces Dios mismo, como causa de su mal, no sería bueno ni fuente de bien y de consuelo, sólo queda maldecirlo.

La segunda parte de la frase no es menos densa: “Muérete”. La esposa cree que Job no puede seguir en pie de lucha. ¿Lucha contra quién? ¿Quién será su abogado, si el propio Dios es su omnipotente acusador y su injusto juez? Vivir sería prolongar un dolor innecesario. Ella lo ama a él. Ella no lo quiere ver sufrir más, máxime, cuando Job no tiene la culpa de nada, cuando para ella Job es la presea que se disputan Dios y el demonio en una titanomaquia descarnada.

Este primer análisis del relato nos brinda dos pinceladas sobre la esposa de Job: sí cree en Dios y además quiere que Job muera, pues lo ama. Pero analicemos con más profundidad estos trazos.

Es verdad que ella cree en un ser superior, pero erróneamente le hace culpable del sufrimiento de los inocentes, es decir, no cree en Dios como fuente de Bien. Lo concibe como causa “directa y exclusiva” de todo cuanto existe, tanto del bien como del mal, un dios tan bondadoso como malvado.

Ya Anselmo de Cantorbery y otros grandes doctores formularon útiles distinciones para explicar que hay actos de la voluntad de Dios que, aunque no los quiera directamente, los permite para obtener de ellos mayores bienes. Es muy diferente concebir que la voluntad de Dios permite el mal, a decir que Dios se complace en el mal; hay un abismo de distancia entre la confianza del creyente en que el dolor y sufrimiento tengan sentido, aunque lo desconozca (actitud de la cual Job es maestro), a la de quien precipitadamente adjudica a Dios la culpa y responsabilidad del mal (sobre todo el mal moral) que hay en el mundo.

Digamos que hay tres actitudes frente al problema del “sufrimiento del inocente”: a) Dios es el culpable (postura de la esposa de Job); b) el hombre siempre es culpable, es decir, nadie es inocente, de ahí que el padecer un sufrimiento sea un castigo merecido (postura de los amigos de Job: Elifaz, Bildad y Zofar); c) el sufrimiento del inocente no es fruto de una culpa, es un “misterio”, y Dios no se complace en dicho sufrimiento pero lo permite porque de él sacará más bien y mostrará más su bondad (postura de Job).

Pero vayamos directamente a lo que está detrás de la afirmación de la esposa de Job. Cree que los cielos determinan irremediablemente todos los sucesos de la tierra; cree que Dios es el responsable, incluso, del pecado. Pero, ¿quién querría ensañarse tanto contra el justo Job? Un dios-demonio. Una monstruo. El dios de la esposa de Job no es menos caprichoso y arrogante que Zeus, Osiris o Astarté. A los ídolos también se les maldice cuando la fortuna nos es adversa. En el fondo, la esposa de Job es idólatra. A toda idolatría precede una tentación.

La mentira satánica siempre tiene dos caras: falsea el rostro de la divinidad y deforma la figura de la humanidad. Podemos presuponer que la frase de la mujer de Job es fruto de haber rumiado una voz de confusión: “Dios no es tan bueno como lo crees, pues de serlo, Job, tu amado esposo, no estaría así”. Y la mentira no acabó allí; seguramente Satán le continuó susurrando al corazón: “si de verdad lo amas, no permitas que esta atrocidad continúe”. Así es como el matar pierde su espesor. Piénselo usted detenidamente, el demonio traslada la maldad a Dios como causa del sufrimiento y la bondad a nosotros que le pondremos fin.

El matar es visto como manifestación de amor. Por cierto, siempre se debe edulcorar el matar, pues verlo como es, en su cruda realidad, es insoportable. ¿Cómo hace este proceso la esposa de Job? Culpabiliza a una causa superior; luego considera que es inviable una vida enferma, frágil, llagada, pobre, llena de infortunios… una vida postrada sobre cenizas. Matar: el recurso que sólo se imagina contra el peor de los enemigos en la peor de las desgracias se nos presenta como misericordia y comprensión.

Que existe el sufrimiento de los inocentes, nadie lo duda: la Cruz misma es la prueba de que Quien no tuvo culpa, sufrió hasta el extremo, y del misterio del sufrimiento del Inocente brotó la salvación para el género humano. Y todo sufrimiento de inocentes participa en cierta medida de ese Misterio culmen, por eso vemos que cuando la enfermedad se vive con paciencia, la gente se vuelve más sensible y más humana. Cuando creemos que tocando la carne del enfermo sanaremos sus heridas, ocurre que es su carne enferma la que sana nuestro espíritu. El sufrimiento del inocente, misterio impenetrable, es fuente de bien.

Matar por amor. Esta es la contradicción de la eutanasia. El aborto, por ejemplo, es eutanasia: se libra de futuros males al bebé: de una deformidad, de una deficiencia, de nacer sin padre o de una pareja rota, de la pobreza, de la sobrepoblación planetaria, de que yo mismo como madre o padre no lo amaré… se le libra del mal. La vida del enfermo terminal y del anciano han de acabar pronto y sin dolor, pero eso sí, por amor. La guerra –incluida la guerra santa– y el genocidio son formas también de la eutanasia: por amor al planeta, a la especie humana, una raza ha de extinguirse, un pueblo o un credo ha de arder bajo las llamas y las bombas. En el fondo, todos estos actos beben de la misma doble mentira que el Satán pudo haber depositado en el corazón de la esposa de Job: “Dios no es tan bueno como crees” y “matar es una forma de amar”: la desesperación del Bien absoluto y la licitud amorosa del mal radical.

La esposa de Job, según la imagen de Georges de La Tour que usted ve en este artículo, no la muestra como una malvada bruja, ni presa de la cólera, ni entre sollozos. La muestra tremendamente distinta a Job: bella y razonable, vistiendo bien, de pie, con la luz, hablando, mirando de arriba para abajo, limpia, con su dedo misterioso apuntando tal vez a la tumba. Job aún mantiene las manos en actitud de plegaria, tal vez musitando, en la oscuridad del misterio, esta oración: “bendice, alma mía, al Señor y vive”.

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