La pintura de Irma Stern, sudafricana de la primera mitad del siglo XX, me parece fantástica, y espero ilustre esta reflexión sobre la dureza moral con que nos vemos unos a otros en esta recolección de uvas que es el vivir.
La vendimia no es como la siega. En la primera, el cuidado se manifiesta en el palpar, el tomar, el cortar y el depositar la uva en el canasto: cada racimo pide ser tratado individualmente; la siega es más rápida y decidida, la fuerza transmitida por el brazo y el filo de la hoz se unen para hacer una separación, pero la escisión es, si se quiere, indiscriminada… universal.
El Evangelio en varias ocasiones asemeja el Reino de los Cielos al corte de la mies; en otras, a la recolección de la uva. Sabemos que el pan y el vino son los grandes símbolos de la fe cristiana.
Pero vayamos a un pasaje interesante del inicio de Mateo 20. La parábola es conocida: hay un propietario de un viñedo que sale “muy de madrugada” a contratar obreros; también lo hace a media mañana, a mediodía, a media tarde; por último, repite la acción al caer la tarde. Cinco veces sale (dice el texto latino: prima, tertia, sexta, nona, undecima; recordemos que a las doce, de acuerdo a las mediciones antiguas, caía el sol). Es decir, el propietario contrata desde que sale el sol hasta poco antes del ocaso, y con todos hace el mismo trato: un denario por trabajar ese día en su viña.
Revisé muy rápidamente el posible equivalente actual de un denario: me sale cercano a los 140 pesos (¡el doble de nuestro salario mínimo!) En fin, todos, cuando hacen el trato, están de acuerdo y van al viñedo. Cuando cae la tarde el mayordomo paga a cada uno el jornal, comenzando por los últimos en haber sido contratados. Con lo cual los primeros se dan cuenta de la igualdad en el pago y hacen un berrinche cuando llega su turno: “estos últimos trabajaron sólo una hora y les pagas lo mismo que a nosotros que hemos soportado el peso del trabajo y el calor del día”. La respuesta del enigmático patrón es clara: “amigo: ¿fui injusto contigo? ¿No quedamos en que te pagaría un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero dar a este que llegó al último lo mismo que a ti”.
Los que más trabajaron se irritan no porque el patrón haya incumplido su trato, sino porque es misericordioso. Los buenos nunca se han quejado de que Dios es “justo”… lo que les puede es que sea “misericordioso”. ¿Cómo Dios les dará lo mismo a la chusma de la undécima hora; a la gentuza advenediza que pasa de panzazo el examen de la vida misma?
Tomás de Aquino, cuando comenta este pasaje, nos hace ver en la temporalidad a los judíos, que son antiguos depositarios de la promesa, y los gentiles, que son recientes en la admisión a los sacramentos, pero también a los que han tratado de ser justos durante su vida y a los que se arrepienten al final.
Lo interesante es que los primeros, los que son más justos y trabajadores, los que deben ser los más buenos, se enojan. Dice Tomás de Aquino en el mismo comentario: “les duele la bondad de Dios”. La causa de su molestia no fue una injusticia cometida contra ellos, fue la misericordia concedida a los otros.
Entiendo que la cosa cambiaría mucho si, al leer esta parábola, ninguno de sus lectores se considera trabajador de las primeras horas. La verdad, dicho sea de paso, es que todos fuimos contratados casi al cuarto para las doce. “Tarde te amé…”, dice San Agustín casi al comienzo de sus Confesiones. San Agustín es sincero.
No sé si nosotros actualmente lo somos. Pero nos gusta mostrarnos como jornaleros matutinos: nos consideramos católicos de abolengo, de buenas costumbres y de ortodoxia probada.
Pero la verdad es otra. Como dijera León Felipe: estamos hechos del mismo “barro mal hecho y mal cocido”: algunos pecan de vanidad, otros de ira, otros de pereza, otros de lujuria, otros de gula, otros de soberbia… pero todos pecamos. Todos hemos sido sujetos de redención; nuestra tierra ha sido fecundada tras la desolación; todos somos jornaleros de la hora undécima. Tal vez algún ángel comenzó a trabajar desde los inicios del cosmos en la viña de Dios… nosotros seguro que no.
Pero la tentación existe: “soy un jornalero de la hora prima y los advenedizos de la hora undécima deben recibir menos que yo. Al menos debo entrar al cielo con pase directo, a ellos les esperan unos siglos en el purgatorio; yo sí puedo recibir la Eucaristía, ellos no…”. Estos y otros mórbidos pensamientos atormentan a los de la primera hora.
Los de la undécima, por el contrario, están agradecidos: reciben un denario, están contentos, tal vez cortaron los racimos más bellos, tal vez lo hicieron con más cuidado que los demás, tal vez cargaron con alegría, con cierta nostalgia al ver caer el sol, pues hubieran querido haber trabajado más en aquel hermoso campo en aquel inolvidable pero corto día: fue el mejor empleo de su vida: ¡lástima que duró tan poco!
Soy profesor de ética. Me gustaría decirle a mis alumnos de filosofía que ellos y yo fuimos contratados casi al caer la tarde, que debemos replantearnos una ética de la undécima hora: de la acogida y la gratitud, no del rencor y la murmuración. Me gustaría decirles que, cuando todos nos sabemos metidos en este fango, nos volvemos más indulgentes; pero cuando alguien se cree puro, la cosa ya se amoló.
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