Fundamento y exigencia

Que el moralismo debe ser combatido sin tregua, ése es un oficio que nos viene de antaño. Jesucristo lo hizo frente a los fariseos; Agustín lo hizo contra Pelagio; Juan de Capistrano contra los fraticelli. Hoy Francisco asume este oficio al interior de la Iglesia, y la incomodidad se nota desde la Curia hasta los blogs de las buenas conciencias.


Moralismo


El moralismo, digámoslo de forma rápida, consiste en poner como fundamento lo que debe ser una exigencia. Que la vida moral es importante, ni duda cabe. El mismo Tomás de Aquino explicaba que de toda la legalidad veterotestamentaria, no se abrogó la moral, sino sólo la ceremonial y la judicial, por lo cual el “no matarás”, “no robarás” o “no adulterarás”, por mencionar algunos mandamientos, no tienen fecha de caducidad.  

Y, con todo, el mandamiento no es el principio, no es la causa ni es el fundamento. Porque “en el principio fue el encuentro”, y sólo tras ese encuentro, en ese encuentro y por ese encuentro, se comprende el que haya un cambio de vida, una “conversión”. Tengo que confesar que la palabra griega para expresar la conversión, “metanoia”, me dice menos que la hebrea “teshuvá”; la griega hace hincapié en el cambio de ideas respecto a algo, y es verdad, la conversión implica un cambio de perspectiva… pero el término hebreo significa “retorno” y eso, a mi parecer, es más rico y más cercano a la experiencia.

Si el encuentro es el fundamento, entonces ¿por qué colocamos al cumplimiento del mandato como la piedra angular? ¿De dónde esta tentación? A mi gusto viene de la búsqueda de seguridad en este mundo, del pregusto de la seguridad eterna. El moralista se pone a sí mismo y a sus actos como el garante de la Felicidad en el más allá y de la felicidad en el más acá. El moralista no espera ni se fía de un Padre, desconfía del perdón omnipotente; él quiere certezas para sobrellevar su presente, y, cartesianamente, encuentra el fundamento en sí mismo. El moralismo es esencialmente pagano, o si se quiere pisar el acelerador, es esencialmente ateo. Los moralistas dividen al mundo en dos, los buenos y los malos y, por supuesto, ellos forman parte de la elite de los perfectos.

Pero… -siempre hay un “pero”-, de que el moralismo sea combatido no se sigue que la moral carezca de sentido y que lo que debe ser “exigencia” sea una bagatela. Y hoy, hay que decirlo también con cierto dolor, la moral, en específico la moral cristiana, como propuesta de vida comunitaria, está en descrédito. Parece que tenemos que esconder las sentencias evangélicas de “no vuelvas a pecar” (Jn 8,11), “el que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama” (Jn 14,21) o “no todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). Echo de menos un sano punto medio: o se es moralista o se es relativista, y la verdad, ambas sopas están podridas.

El ser humano es libre y tiene una vocación a la plena felicidad, que consiste, fundamentalmente, en buscar hacer felices a quienes ama. A fin de cuentas la belleza y excelsitud del amado es el fundamento del mandamiento, pero eso mismo hace del mandamiento algo sublime y algo gravísimo. La moral, vista así, es la “respuesta” ante el acontecimiento. Esta respuesta, sobra decirlo, es siempre limitada y siempre imperfecta, pero es un modo auténtico y genuino de existir cabe la eternidad. Más aún, si se considera que la gracia de Dios nos auxilia constantemente en nuestro actuar cotidiano para dar esta respuesta, entonces queda claro que la vida moral es una forma específica de responder a Dios, que nos visita vistiéndose de la carne del pobre, del enfermo, del extranjero, donde nos encuentra aquí y ahora. Esa carne es el lugar del encuentro, es un suelo sagrado ante el cual nos debemos descalzar.

Dicho lo anterior, se comprende que la relativización del otro, la autocomplacencia e irresponsabilidad, toda banalización del mandamiento es una burla tácita al fundamento. Simple lógica, que en la preparatoria nos enseñaron como “modus tollens” (si se niega el consecuente, se niega el antecedente). Si la exigencia es total es porque el fundamento es radical. Y esto no mina la hermosura del perdón, al contrario, lo hace igualmente radical. Porque si el perdón no es un abrazo profundo, no es una reconciliación absoluta y no es una reintegración plena a la comunidad (lo cual se da cuando nos tomamos en serio cuán grave es el mal moral que infringimos al otro y en él al Otro), entonces terminamos haciendo del perdón una caricatura.

¿Es posible una vivencia del encuentro con Dios en su Iglesia y a la vez la aceptación de la exigencia que este acontecimiento suscita en nosotros? ¿Es posible denunciar el moralismo y a la vez cantar con el salmista “tu ley es mi delicia”? ¿Son estos los tiempos de volver a reivindicar la moral cristiana como una propuesta válida y razonable, como una respuesta exigente ante el Misterio?

 

 

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