Vida humana

¿Es aún razonable la Humanae Vitae?

Y no sólo cabría preguntarnos si aún lo es, sino más bien si lo ha sido alguna vez. Esta encíclica, la más controvertida, desde cierto ángulo, de todo el siglo XX, me parece una piedra de toque de lo que puede significar la propuesta cristiana sobre el valor de la vida.



31 parágrafos la componen; es una encíclica bastante breve. Comienza con una constatación que todos los esposos que tenemos hijos hemos vivido en carne propia: “transmitir la vida humana ha sido siempre para los esposos, colaboradores libres y responsables de Dios Creador, fuente de grandes alegrías aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias” (HV, 1). Este realismo me atrapa desde el inicio: verdaderamente cada uno de mis hijos ha supuesto dificultad y angustia, pero nunca han dejado de ser manantial de alegría. Si no comenzamos desde aquí, el juicio moral pierde suelo. Los hijos son, ante todo y por sobre todo: don, alegría, gracia y bendición.

Hacia el numeral 3, el beato Pablo VI expone la que a mi gusto es la mejor objeción (a partir del ‘principio de totalidad’) que puede plantearse a la apertura a la vida: “¿no se podría admitir que la intención de una fecundidad menos exuberante, pero más racional, transformase la intervención materialmente esterilizadora en un control lícito y prudente de los nacimientos? Es decir, ¿no se podría admitir que la finalidad procreadora pertenezca al conjunto de la vida conyugal más bien que a cada uno de los actos?” (HV, 3). El argumento es simple: la apertura debe serlo en general, no en específico de cada uno de los actos de intimidad. Uno se abre a la vida cuando cuida de su cónyuge, cuando cuida y educa a un hijo ya nacido, a sus padres, a sí mismo… No hay que estar irresponsablemente abierto a nuevas vidas cuando ese acto pone en riesgo las vidas reales que ya están bajo nuestra custodia y responsabilidad. El argumento conduciría, en determinadas circunstancias, lo sabía el Papa, a una falsa conclusión: si se ama la vida (la que ya existe) no se puede estar abierto a la vida (la que aún no existe). La anticoncepción sería un acto responsable y, en consecuencia –por paradójico que parezca–, sería un acto de apertura y amor a la vida. Para esta mentalidad los actos conyugales intencionalmente infecundos constituyen “un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral” (HV, 14).

Sabemos que tanto Juan XXIII como el propio Pablo VI instituyeron una Comisión de estudio, interdisciplinar, sobre la regulación de la natalidad (HV, 5). Y sabemos por la propia encíclica que en dicha comisión no se llegó a un consenso unánime (HV, 6), pero que éste no fue el motivo por el cual Pablo VI se pronunció tan contundentemente, sino que fue el que “habían aflorado algunos criterios de soluciones que se separaban de la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza” (HV, 6). Probablemente algunas opiniones de la Comisión pudieron haber sido económicamente comprensibles, técnicamente viables, demográficamente benéficas y hasta filosóficamente justificables… sin embargo, la Iglesia está llamada a vivir cabe Dios, a responder a su Señor a costa, incluso, de parecer caduca y torpe a los ojos del mundo. La Iglesia “no se maravilla de ser, a semejanza de su divino Fundador, ‘signo de contradicción’” (HV, 18). El verdadero carácter polémico de la Humanae Vitae está más en que es un signo de contradicción, que por sus afirmaciones pretendidamente discutibles o por el aparente avasallamiento de la conciencia de los cónyuges ante la ley natural.

La encíclica esboza algunas características del amor conyugal (HV, 9): amor total, compartiendo todo, sin que la lógica del egoísmo sea la regla y medida de nuestra donación; amor fiel y exclusivo, que aunque es difícil, siempre es posible; amor fecundo, pues, repitiendo las palabras del Concilio, “los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio” (GS, 50). Y desde esas características introduce el espinoso tema de la “paternidad responsable”, que el Papa desglosa en cuatro aspectos (HV, 10): a) en relación a los procesos biológicos, hay que conocerlos y respetarlos; b) en relación a las tendencias instintivas, hay que dominarlas inteligentemente; c) en relación a las circunstancias económicas, sociales, físicas y psicológicas, hay que decidir si espaciar o no un nuevo nacimiento; d) en relación al orden moral objetivo, hay que vincularse a él profundamente y con rectitud de conciencia.

En cierta manera esos cuatro aspectos anteriores le darán pie al Papa para proponer su postura, que podemos resumirla así: si se está en circunstancias difíciles que orillan a decidir el espaciamiento temporal o indefinido de los hijos (c), el acto íntimo puede seguir siendo honesto si se vale de los periodos naturalmente infecundos (HV, 16) que podemos conocer (a), pero deberá haber, sin embargo, abstinencia (b) de este acto si se da en periodos fértiles (HV, 21). Ambos, ejercicio y abstinencia, deben ser siempre actos realizados en rectitud de conciencia (d). La apertura a una nueva vida, así como el espaciamiento de los hijos son, para Pablo VI, actos donde es posible unir el orden moral objetivo y la dimensión subjetiva de la conciencia; más aún, no sólo donde pueden unirse ambos órdenes, sino donde deben unirse.

Para Pablo VI los métodos artificiales de regulación de la natalidad separan dos dimensiones del acto sexual: la unitiva y la procreativa. Pero sólo cuando un acto conyugal salvaguarda ambos aspectos, entonces conserva “íntegro el sentido del amor mutuo y verdadero” (HV, 12). El Papa llega a decir que este principio fundamental goza de un “carácter profundamente razonable y humano”. Muchos, desde que se publicó la encíclica, han pensando lo contrario, que el principio de mutua implicación de los dos aspectos (unitivo-procreativo) es bastante cuestionable y en algunas circunstancias francamente irracional, y que de mantenerse esta exigencia en cada acto, se estaría pidiendo algo inhumano. Y en esto terminó, para muchos, la Humanae vitae: en algo irracional e injusto, pues, como en tantas otras ocasiones, la mejor forma de desprestigiar al interlocutor consiste en tacharle de estúpido o tacharle de malvado o, si puede, de ambos. Pero… a cincuenta años de esta encíclica me pregunto -y le invito a preguntarse conmigo- si este principio es “profundamente razonable y humano”.

Reduzcamos al absurdo la posición contraria. Imaginemos que lo profundamente razonable y humano es la separación de los órdenes unitivo y procreativo (poco importa si con látex o con progestinas sintéticas). Imaginemos, por tanto, que lo unitivo, yendo en contra de lo procreativo, es valioso. Entonces habría que explicar en qué consiste el amor entendido como aceptación total del otro, pues en la cama sería bienvenida mi esposa, pero no su maternidad, no “toda” ella sería aceptada, valorada y abrazada. Lo unitivo, desligado de lo procreativo, implicaría una no aceptación incondicional del cónyuge, una no aceptación total del cónyuge. Si alguien fuera a la cama con otra persona, pero le pidiese que se tapase la cara con una funda, porque francamente detesta su rostro, porque quiere evitarla, ¿verdad que sería razonable que la otra persona se sintiese ofendida? ¿Cómo, pues, puedo sentirme plenamente aceptado si para entrar a la cama debo llevar puesto un condón? No quiero ni apuntar con el dedo a nadie ni ofender a nadie, sólo quiero pensarlo en voz alta: cuando comprendo que todo yo no soy bienvenido, todo yo no soy aceptado, hay un dejo de tristeza. Cómo se ve que muchos clérigos que aconsejan la anticoncepción no han experimentado existencialmente este sentimiento tan profundo, tan íntimo y tan incomunicable de que uno sea o no aceptado incondicionalmente en la desnudez total del cuerpo y del alma.

No ahondaré en todas las consecuencias de la condonización de nuestra sexualidad. La propia encíclica señala algunas (HV, 17). Pero sí quiero señalar una que he constatado de primera mano en mi vida de educador: el elevado aumento de la tasa de embarazos de adolescentes (actualmente somos el país de la OCDE con mayor tasa: uno de cada cinco embarazos es en jóvenes que no alcanzan la mayoría de edad), pues enseñamos a nuestros jóvenes que el ejercicio de la sexualidad ya no requiere madurez psicológica, social o laboral, sino sólo madurez biológica. Del “menos hijos para darles mucho” pasamos al “sin protección no hay amor” para terminar en el ya célebre “cojan rico, pero con condón”. La publicidad al principio hablaba de dar mucho a nuestros hijos, luego pasó a hablar de amar pero con protección, ahora ya ni hijos ni amor, el tema es quitarse la comezón.

Pablo VI entrevió que la vía de la anticoncepción como categoría cultural normalizada significaría una “degradación general de la moralidad” (HV, 17), implicaría un modo de tratarnos los unos a los otros. Me resulta llamativo que ya el gobierno federal se dio cuenta de que la tasa de embarazo adolescente no descenderá, y tampoco lo hará el índice de ETS, condonizando a los chavos, sino ofreciendo nuevas propuestas que no incentiven el ejercicio temprano de la sexualidad. Use el lenguaje laico que usted guste, pero eso se llama castidad… y, ¡qué bueno que se saque del baúl de las virtudes socialmente irrelevantes!

En fin, tal vez no era tan descabellado lo que proponía el gran Pablo VI. Yo veo muy sensatas muchísimas afirmaciones de la Humanae vitae. Los peligros que quería prevenir, son hoy una triste realidad. Que habrá que actualizar algunas de sus tesis… de acuerdo; pero que tiene acentos proféticos, que enuncia valientemente la verdad y que es profundamente razonable y humana… eso que ni qué.

 

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