Hoy los consejos para ser feliz, para ser feliz en este nuevo año 2018, están a la orden del día. Uno se los encuentra enviados por WhatsApp, en páginas web, en los muros de Facebook; hay algunos pocos que realmente valen la pena pero otros muchos son realmente superfluos. Quiero enfocarme a uno que desde hace un tiempo está en boga: “deja fluir”.
Tan críptico como problemático, este consejo se traduce en formulaciones como: “libera las emociones que sientas, no las reprimas”, o “no te abstengas de alguna experiencia de la cual tengas ganas: realízala” o “para ser feliz, necesitas dejar fluir”.
A este “dejar fluir” suelen relacionarlo con la metáfora de la olla exprés, de un río al cual se le ponen diques o de una energía luminosa que entra y sale, y que se si detiene se vuelve oscura y dañina. Hay como un “input” y un “output” y que si este proceso natural de ingreso y egreso se altera, entonces la persona se enferma. Algo más o menos es lo que la metáfora del flujo nos enseña: el agua que deja de fluir en el río se estanca, se empantana, se pudre.
¿Estoy de acuerdo con esta idea? Salvo en algunas ocasiones casi de sentido común: no. No estoy de acuerdo. La vida humana madura y equilibrada también es prudencia que sabe guardar silencio, cordura que sabe detener la ira, un sabio “no” ante el apetito que experimentamos frente a determinados placeres de la vida, un sabio “sí” ante determinados dolores y obstáculos que sabemos que nos traerán una mejoría o generarán un bien a quienes amamos. La vida virtuosa, al menos como lo consideraban los antiguos, no siempre era un flujo, una reactividad emotiva instantánea, un dejar pasar, una apología del sentimiento. No es que se negase la emoción, sino que ésta no tenía la última palabra en la existencia.
Pongamos una hipótesis: si yo siento ganas de gritarle a mi hermano por una injusticia que percibo que me está haciendo, y yo no dejo fluir esa emoción, entonces dicen los gurús de los libros de autoayuda que me “enfermo”… reprimo ese sentimiento y lo somatizo en la vesícula biliar, y que un día me saldrán piedras o tal vez me alcance el cáncer en alguna región abdominal. Y todo porque no dejé fluir lo que sentía. Vea usted la etiología que ellos nos proponen: si usted no habla las cosas, le dará no sé qué en la tráquea; si retiene sentimientos, las broncas van a parar al vientre; y así sucesivamente. Ya no hay un rol sustantivo de las bacterias y de los virus, de los hongos y de los parásitos… las cosas tienen que ver, hoy, sólo con emociones.
Por supuesto que hay algo de razonable en lo anterior. Somos un todo integral, y nadie quita el rol de las emociones en el estado de salud de alguien. Mi objeción es que venden la emoción como principal o única causa de la felicidad e infelicidad, de la salud y la enfermedad, del éxito y del fracaso. Este emotivismo ramplón es absurdo y, hay que decirlo, dañino. ¿Hay que ir sin ton ni son en la vida expresando lo que sentimos? ¿Realmente es despreciable el darle vueltas en la cabeza a algo para encontrar la respuesta correcta en vez de precipitarnos? ¿Todo lo que experimentamos en nuestro ser es de tal manera noble y bueno que haya que dejarlo fluir?
Y es que tal vez perdimos de nuestro vocabulario y en nuestras prácticas educativas la noción de “templanza”. Esa virtud que nos ayuda a no vivir instintivamente, sino racionalmente. Porque templado no es el reprimido, sino el egregio. El templado es rey y señor de sus emociones, no su esclavo. El templado no es frustrado, sino alegre; no está enfermo, sino sano. Como comentaba más arriba, la templanza es un sano “no” a determinados placeres, ya porque estos son de suyo deshonestos, ya porque en la circunstancia presente no son los mejores.
Y decir “no”, no siempre es malo, ni torpe, ni necio. Platón decía que las personas educadas aman lo que hay que amar y odian lo que hay que odiar. Pero como hoy se nos olvida lo segundo, no enseñamos a nuestros hijos a odiar, con todas las ganas, el cometer una injusticia, el maltratar al inocente, el causar dolor al prójimo… Vea usted cómo en muchas ocasiones el “dejar fluir” causa un mal a alguien: mi opinión es que allí sí que es necesario poner un dique, callar, omitir, abstenerse. No todo en la vida es flujo, también hay el “temple”, el cual, en no pocas ocasiones, se fragua en el crisol del “no”.
El “no” de la templanza, hay que tenerlo presente, es creativo, o si se quiere, para hablar en términos más psicológicos, sabe sublimar. Mi “no” al grito y a la ira, se transforma en un “sí” al diálogo, a la escucha atenta, al deporte, a la lectura, al arte, a la distención que nos trae un juego de dominó o una película de comedia. Tomás de Aquino propuso que la templanza tenía como virtudes secundarias a la vergüenza, la honestidad, la abstinencia y el ayuno, la sobriedad, la castidad, la clemencia, la mansedumbre, la modestia, la humildad, la estudiosidad o la moderación respecto al uso de bienes exteriores. Todas ellas son un “no” y a la vez un “sí” creativo… son una trabajo constante de las emociones y llevan a la persona a una madurez afectiva.
Deseo a todos que en casa vivamos la templanza, sobre todo en su vertiente de la mansedumbre, para apaciguar la ira y la moderación respecto a los bienes exteriores. Cada vez me preocupan más dos índices altísimos de nuestra cultura: violencia e hiperconsumo. Y todo por dejar “fluir” la ira y la tarjeta de crédito. Decir “no” en estos dos temas es mi deseo para este 2018.
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