Esta semana acompañé a mis hijas a ver “Un jefe en pañales”. No tiene nada de espectacular la peli, salvo que ya plantea, abierta y lúcidamente, interpelando a los propios niños para hacerlos partícipes del drama cultural vivido, la disyunción de si vale más la pena una mascota o un hijo.
La película pudiera haber terminado mostrando que la disyunción es falsa, y que es posible que ambas realidades se den juntas, o bien, que cualquiera de las dos opciones es perfectamente lícita y culturalmente aceptada… pero no es así. La película se decanta por una opción: los bebés.
No suelo hablar en la columna de mi vida personal, pero debo contar un par de cosas para que se comprenda lo que después trataré. Fui bendecido con una esposa extraordinaria y Dios nos ha concedido seis hijos. Mi casa es una mezcla de risas y llantos, gritos de emoción, silencios de travesuras, libros y cuentos, material didáctico por aquí y por allá. Ah, también tengo perro: un bonito y fiel guardián que se toma muy en serio su rol. Esto lo digo porque realmente me gustan los perros, y paso tiempo con el mío. Pienso que son magníficas creaturas y me ha llegado a sorprender en más de una ocasión su extraordinario instinto. No soy un papá antiperro; tampoco soy alguien que tiene perrhijos.
Después de la película veníamos caminando y las preguntas de mis hijas fueron contundentes: “¿Hay gente que quiere más a los perros que a los niños?” “¿Es verdad que un cachorro es más tierno que un bebé?” “¿Qué pasaría si los perros fueran eternamente cachorros?” “¿Los perros nos quieren tanto como nosotros a ellos?”
El bebé protagonista es un verdadero “jefazo” cuya misión es impedir que los adultos opten por un cachorro en lugar de optar por un bebé. El antagonista es un decrépito y rencoroso hombre, que no fue amado por una familia, que quiere, en venganza, que eternos cachorros (la mascota jamás imaginada) sustituyan a los bebés. El reto es difícil: imagine una competencia entre un eterno cachorrito (tierno, barato, fiel, amigable) y un bebé (llorón, apestoso, rayando paredes y sin dejar dormir a sus padres)… De esto va la peli.
Sobre el guión podríamos hablar de más temas, incluso sobre el inesperado final que parece también golpear como efecto carambola al que opta por el trabajo y no por el hogar. Pero prefiero ahondar más en una idea: ¿Por qué de unos años para acá son tan atractivas las mascotas? ¿De qué borrachera cultural nos estamos despertando en medio de una cruda realidad: los jóvenes prefieren tener perros a hijos?
No quiero herir los sentimientos de quienes tienen mascotas. Vuelvo a repetir que yo mismo tengo una. Sólo quiero hacer notar que ya hay ciudades de Europa donde si uno camina una hora por la calle ve más perros –pero muchos más– agarrados de la correa de sus amos, que niños tomados de la mano. Hay toda una mercadotécnica excesiva pro-mascota. Nunca pensé que el antihumanismo de ciertos pensadores del siglo XX terminara en un mascotismo.
Lo interesante es que ya se están comenzando a decir y a socializar cosas políticamente incorrectísimas, pero que son una bocanada de aire fresco: “Un niño es un niño y una niña es una niña”; o la que ahora nos ocupa: “un bebé es un bebé, y un animal es un animal”. Por cierto, nunca una tautología había herido la sensibilidad de nadie hasta nuestros días.
Los animales son animales. Ni más ni menos. Ni menos: no se les puede maltratar; no se les debe tener olvidados en las azoteas; no son juguetes; no se les puede sacar de su hábitat para hacerlos vivir a como dé lugar en nuestros hogares que muchas veces no están habilitados para ellos. Pero… Ni más: no son seres humanos; no tienen alma inmortal; no están llamados a forjar su propio proyecto de vida en libertad.
Un hijo siempre será un riesgo, porque sólo otro ser humano nos puede herir, traicionar, hacer sufrir… un perro no. Pero sólo un ser humano puede acoger convenientemente nuestro amor, puede comprender, perdonar, cuidar, amar… un perro no. Las mascotas son como una inversión de bajo riesgo (poca pérdida, pero poca ganancia): no dan problemas, pero no sacian el corazón humano.
Salí del cine con una sonrisa socarrona. Me sentí culturalmente respaldado.
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com