Pablo el caminante eterno, tenía la mirada en Roma, pero qué sería lo que vendría para él…
Pablo tenía puesta la mirada en Roma, pero como judío y también como cristiano en Jerusalén, la ciudad que mataba profetas ejercía sobre Pablo una seductora atracción. Ahí había muerto Jesús, ahí había resucitado, y ahí se había fundado la Iglesia, que ahora Pablo expandía en forma heroica no solamente para los judíos, sino para todo el mundo, era el principal promotor de su universalidad.
En el año 58 la Pascua cayó en marzo, a Pablo le fue imposible llegar para celebrarla ahí, en realidad estaba saliendo de Filipos en abril en una pequeña embarcación que salía para Troáde. Ahí permaneció siete días, y hubo un suceso extraordinario que encontramos en el capítulo 20 de los Hechos de los Apóstoles: «Cinco días después nos reunimos con ellos en Tróade, donde nos detuvimos siete días. El primer día de la semana estábamos reunidos para la fracción del pan, y Pablo, que debía irse al día siguiente, comenzó a conversar con ellos. Pero su discurso se alargó hasta la medianoche. Había bastantes lámparas encendidas en la pieza del piso superior donde estábamos reunidos. Un joven, llamado Eutico, estaba sentado en el borde de la ventana, y como Pablo no terminaba de hablar, el sueño acabó por vencerle. Se durmió y se cayó desde el tercer piso al suelo. Lo recogieron muerto. Pablo, entonces, bajó, se inclinó sobre él, y después de tomarlo en sus brazos, dijo: “No se alarmen, pues su alma está en él”. Subió de nuevo, partió el pan y comió. Luego siguió conversando con ellos hasta el amanecer, y se fue. En cuanto al joven, lo trajeron vivo, lo que fue para todo un gran consuelo».
Con cuánta sencillez se narra esto que fue un gran milagro, y así después de esta reunión, muy temprano por la mañana, Pablo partiría siendo despedido con gran cariño por toda la comunidad, donde seguramente estaba también el joven al que había devuelto la vida. Se despidió de ellos dándoles sus últimos consejos: «Ahora voy a Jerusalén, atado por el Espíritu sin saber lo que allí me sucederá; solamente que en cada ciudad el Espíritu Santo me advierte que me esperan prisiones y pruebas. Pero ya no me preocupo por mi vida, con tal de que pueda terminar mi carrera y llevar a cabo la misión que he recibido del Señor Jesús: anunciar la Buena Noticia de la gracia de Dios. Ahora sé que ya no me volverán a ver todos ustedes, entre quienes pasé predicando el Reino. Por eso hoy les quiero declarar que no me siento culpable si ustedes se pierden, pues nunca ahorré esfuerzos para anunciarles plenamente la voluntad de Dios. Cuiden de sí mismos y de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les ha puesto como obispos: pastoreen la Iglesia del Señor, que él adquirió con su propia sangre. Sé que después de mi partida se introducirán entre ustedes lobos voraces que no perdonarán al rebaño. De entre ustedes mismos surgirán hombres que enseñarán doctrinas falsas e intentarán arrastrar a los discípulos tras sí. Estén, pues, atentos, y recuerden que durante tres años no he dejado de aconsejar a cada uno de ustedes noche y día, incluso entre lágrimas. Ahora los encomiendo a Dios y a su Palabra portadora de su gracia, que tiene eficacia para edificar sus personas y entregarles la herencia junto a todos los santos. De nadie he codiciado plata, oro o vestidos. Miren mis manos: con ellas he conseguido lo necesario para mí y para mis compañeros, como ustedes bien saben. Con este ejemplo les he enseñado claramente que deben trabajar duro para ayudar a los débiles. Recuerden las palabras del Señor Jesús: “Hay mayor felicidad en dar que en recibir”. Dicho esto, Pablo se arrodilló con ellos y oró. Entonces empezaron todos a llorar y le besaban abrazados a su cuello. Todos estaban muy afligidos porque les había dicho que no le volverían a ver. Después lo acompañaron hasta el barco».
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