El saldo real de la democracia que estamos viviendo, nos debería obligar a pensar en que la sociedad tiene que trabajar muy arduamente en la formación cultural, intelectual y moral de todos.
El sistema democrático es en general aceptado como el mejor de los sistemas de gobierno de los que ha practicado la humanidad, al menos es en teoría el sistema que debería conducir a los pueblos por los mejores caminos, por ser los ciudadanos los que eligen a sus propios gobernantes; sin embargo, esto parece que no ha sido siempre cierto, en muchas ocasiones porque el sistema es manipulado y, por lo tanto, los resultados son fraudulentos, pero en otras tantas, aunque las elecciones son legales, los resultados para el pueblo han sido negativos o inclusive muy peligrosos para la humanidad entera como en el conocido caso de Hitler que llegó democráticamente al poder.
No deja de ser inquietante el tema cuando en verdad se trata de analizar que se necesita para que una democracia llegue a ser en realidad un sistema de gobierno que permita a las naciones tener lo que en verdad el hombre busca como son entre otras cosas: respeto a la vida, a la familia, libertad, seguridad, honradez y capacidad de los gobernantes, oportunidades para desarrollar sus capacidades intelectuales, espirituales, físicas y generar un sentido social y de responsabilidad para con todos y con en consonancia hasta con el medio ambiente.
Me ha parecido muy interesante que el título del presente artículo lo tomé de un escrito por Anacleto González Flores en mayo de 1926, en el que el autor hace un análisis de los resultados de la democracia en México hasta ese momento, y encuentro conceptos que después de 100 años parecen muy dignos de tomarse en cuenta para ser analizados hoy día, en que estamos viviendo en un momento muy delicado para el país, y a continuación comparto algunos de ellos.
“La quiebra de valores humanos provocada, alimentada, producida por la democracia contemporánea, es evidente… Todos los esfuerzos que se hacen por atenuarla, por disimularla, por ocultarla, por justificarla o atribuirla a otras causas, han sido y serán perfectamente estériles. Si hay una economía para los valores materiales hay también, cuando menos desde cierto punto de vista, una economía para los valores humanos considerados en su aspecto general. Hay, por lo tanto, una tabla de valores económicos y descansa, entre otras cosas, en la estimación que los hombres dan a las cosas. Esa tabla no solamente supone, sino que reposa esencialmente en la desigualdad. Un mercado en que todas las cosas tuvieron el valor igual, es un contrasentido. Y un mercader que atribuya el mismo valor a la sal y al diamante, al carbón y a la plata, estará más allá del absurdo; sería un loco rematado, pasaría por un demente.
Y esto es lo que, en orden un poco superior, pero en todo caso muy parecido, muy semejante al orden puramente económico, no pudieron ver, no pueden ver aún ni verán quizá jamás, los portaestandartes de la democracia contemporánea.
Empezaron por proclamar la igualdad, una igualdad absoluta como base de la democracia. Luego se echaron en brazos del número, de sus resultados rigurosamente matemáticos y esperaron tranquilamente la reaparición de la edad de oro. Su democracia resultó una máquina de contar.
La humanidad, para ellos no es más que una inmensa masa de guarismos en que cada hombre vale, no por su significación personal sino porque es una unidad, porque es uno. La tabla de valores de la democracia lo ha reducido todo a la igualdad. Todo hombre es igual a uno; todo ciudadano es igual a uno; todo mandatario, llámese rey, presidente, sultán es igual a uno.
Es cierto: en su tabla de valores humanos, tabla única, fundamental, tabla en que descansen todos los programas, nadie pesa ni vale más que nadie: todos son, todos somos, numéricamente, exactamente iguales y si esa democracia no necesita de sabios ni de poetas, tampoco necesita de héroes ni de santos ni de hombres consagrados en nada. Se trata de un mercado donde una empuñadura de oro vale tanto como una de cobre; donde una copa de plata vale tanto como un jarro mal cocido: donde la Divina Comedia vale tanto como los versos del último estridentista.
Sea cual fuere el alcance de exactitud de esta apreciación, lo cierto es que la democracia moderna ha sido toda una enorme catástrofe, una quiebra inmensa. Su saldo de sangre apenas será posible precisarlo, desde la guillotina hasta las últimas matanzas de que hemos sido testigos de nuestro país. Al lado de este saldo sangriento, habrá que colocar la disminución de la estatura de todos. No hemos bajado una pulgada, hemos descendido más de veintiocho codos”.
Será que para que la democracia sea realmente una forma exitosa de gobierno se requiera de la elevación cultural y moral del pueblo, para que tanto los gobernantes o candidatos tengan esa conciencia moral necesaria para buscar el bien de sus gobernados y, que los electores tengan a su vez la capacidad y la responsabilidad para elegir a los mejores gobernantes. Puntos para reflexionar en estos tiempos donde la violencia ha alcanzado una dimensión que era inimaginable hace algunos años, la división entre los mexicanos se hace cada vez más evidente, la pobreza sigue siendo el aspecto dominante en nuestra realidad económica y la falta de respeto a la vida desde su concepción, así como la consolidación de la familia como célula fundamental de la sociedad no solamente se cuestiona, sino que las leyes mismas las ponen en peligro.
Cuestionar un dogma como la democracia moderna tal como se encuentra constituida en las leyes y en la mente de todos, resulta tal vez hasta escandaloso; sin embargo, al ver el saldo real de la democracia que estamos viviendo, nos debería obligar a pensar en que la sociedad tiene que trabajar muy arduamente en la formación cultural, intelectual y moral de todos, para que la democracia pueda ser el sistema que llegue a brindar a los mexicanos la nación que hemos venido soñando desde el día de nuestra independencia y que todavía estamos muy lejanos en tener.
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