Carlota escribió a Maximiliano sobre su tensa entrevista con Eugenia; por cierto, la carta está escrita en español, pues los emperadores se habían tomado muy en serio su papel de gobernantes de México y ahora utilizaban el idioma oficial de su país para comunicarse, aun en forma privada entre ellos. Carlota le comentaba también lo sorprendida que estaba sobre lo poco que los franceses sabían de México, inclusive algunos pensaban que era una pequeña isla.
Mientras tanto, Eugenia llegó a su palacio después de su entrevista con Carlota, entró al despacho del emperador y lo encontró temblando de rabia, ya que el embajador de Prusia lo había amenazado con que la nueva potencia militar declararía la guerra a Francia si Napoleón no dejaba de lado todas sus pretensiones territoriales al otro lado del Rin. No le quedó más remedio a Eugenia que decirle a su esposo que tendría que recibir a Carlota, porque de otra manera la emperatriz mexicana podría armar un escándalo, que era lo que menos convenía en ese momento.
A la mañana siguiente, Carlota se sorprendió al encontrar dos elegantes carruajes con guardias que la esperaban en las escalinatas del hotel para conducirla al palacio. En el primer carruaje abordaron Carlota y el señor Almonte, y en el segundo, el embajador de México en Francia y la dama de compañía de Carlota. No por ello estaba menos nerviosa la bella mujer, mientras que en el palacio un no menos nervioso emperador la aguardaba.
Carlota llegó al palacio y ahí recibió una sorpresa aún mayor: la corte en pleno estaba luciendo sus mejores galas para recibirla. Los guardias reales lucían imponentes y en la entrada Eugenia la esperaba con una sonrisa que ocultaba todo su disgusto por la entrevista del día anterior. Con toda cortesía se dieron un amable abrazo de emperatriz a emperatriz. Eugenia la condujo ante el emperador y esperó en silencio a ver qué sucedía.
Napoleón lucía muy mal, no había conciliado el sueño después de la entrevista con el embajador prusiano. Carlota, después de los saludos que marcaba la etiqueta, dijo: “Sire: vengo a salvar una causa que también es la de Vuestra Majestad”. Le extendió una carta que le mandaba Maximiliano. Napoleón parecía verla, pero no estaba concentrado en lo que decía. Carlota le reiteró que el Imperio mexicano requería de un empréstito y de que las tropas permanecieran al servicio de Maximiliano.
Napoleón explicó a Carlota que no podía acceder a ninguno de sus ruegos. Carlota se desesperaba. Eugenia no sabía qué hacer. Y, ante una situación tan inesperada, sucedió algo que sorprendió a la misma Eugenia y a Carlota: Napoleón lloró, no se sabe si por la suerte que correrían Maximiliano y su esposa, o por la suya propia, que se vislumbraba también crítica. Una vez recobrada la serenidad, le dio alguna ligera esperanza a Carlota, al decirle que hablara con sus ministros para ver si se le podía conceder algo.
Carlota salió; y en cuanto abordó el carruaje, se soltó llorando con una combinación de amargura y resentimiento. Después se entrevistó con cuatro de los principales ministros. No consiguió nada. Y, cuando oficialmente en una segunda entrevista Napoleón le comunicó que con todo el dolor de su corazón no se le concedería absolutamente nada, se empezaron a presentar los primeros signos de su locura, cuando gritó al emperador francés:
“¡Sangre, más sangre correrá por vuestra culpa, Sire; y esa sangre caerá sobre la cabeza de Vuestra Majestad y su familia!”
Más tarde escribiría a Maximiliano que Napoleón le había parecido el mismísimo demonio.
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