Conchita, capítulo XI: Una misión inesperada

Se inicia una etapa fundamental en la vida de Conchita, porque se enciende en su alma un amor místico hacia todos los misterios que encierra la pasión de Jesús.


conchita


Aunque Conchita era una mujer que tenía una fe muy profunda, un amor a Dios que se podría identificar más con el de las personas consagradas que de los laicos comunes, no sentía que tenía una misión particular que cumplir.

Así en 1889 asistió a unos ejercicios espirituales, tenía entonces 27 años, con la intención de profundizar en la fe y mejorar su vida, como lo hacen la mayoría de quienes acuden a este tipo de actividad. Los ejercicios serían predicados por el padre Antonio Plancarte y Labastida, que posteriormente sería nombrado abad de la Basílica de Guadalupe, y así en un momento de gran paz escuchó en su interior una voz que le decía con toda claridad: “Tu misión es la de salvar almas”. Ella se sorprendió mucho y no alcanzaba a entender el significado de aquel mensaje, pues hasta ese momento ella pensaba que su misión era exclusivamente con su familia y si acaso con sus más parientes cercanos.

Por esos días fue a la hacienda de Jesús María, y sintió un impulso que la llevó a pedirle a sus hermanos que juntaran a un grupo de mujeres de los alrededores y de sus trabajadores, y en la capilla empezó a hablarles de lo que había vivido en su retiro y otras cosas más, ella misma se iba sorprendiendo de la emoción con que las mujeres la escuchaban, al final de la semana un sacerdote ofició una misa y muchas comulgaron con una gran emoción.

Queriendo crecer más espiritualmente buscó un director espiritual que la comprendiera, no fue fácil, pero al fin encontró al padre Alberto Mir, S.J., quien la ayudó durante diez años.

Ahí se inicia una etapa fundamental en la vida de Conchita, porque se enciende en su alma un amor místico hacia todos los misterios que encierra la pasión de Jesús, y es estando un día en oración en la iglesia de la Compañía de Jesús en San Luis Potosí que tiene una visión que ella misma narra así:

“Estaba recogida, cuando de repente veo un inmenso cuadro de luz vivísima y más clara en su centro. Luz blanca, qué raro, y encima de este mar o abismo de luz, miles de rayos como de oro y fuego, vi una paloma blanca, extendía sus alas, abarcando no sé cómo todo aquel torrente de luz”.

“Lo vi todo muy claro, puesto que era luz, pero entendí ser una visión muy alta y oscura, profunda y divina. Me quedó una impresión de suavidad, de paz, de amor, de pureza y humildad: ¡qué voy a saber explicar lo inexplicable!”

“A los dos o tres días de esta visión otra vez en la misma iglesia vi una paloma blanca en medio de un gran fuego como rayos de luz claros y brillantísimos. En el centro estaba en la palomita otra vez con las alas extendidas y, bajo de ella, en el fondo de aquella inmensidad de luz una cruz grande muy grande con un corazón el centro”.

“Parecía que flotaba en un crepúsculo de nubes con fuego dentro. Debajo de la Cruz salía en miles de rayos de luz, los cuales no se confundían ni con la luz blanca de la palomita ni con el fuego de las nubes. Eran como tres tonos de luz –¡que encanto!. El corazón era vivo, palpitante, humano, pero glorificado; estaba rodeado de fuego como material, parecía movible, como dentro de una hoguera; y por encima brotaba de la otra clase de llamas como lenguas de fuego de más calidad o grados, Diré. Además, estaba el corazón rodeado de rayos luminosos anchos el principio y delgados al fin sin confundirse con las llamas que quedaban debajo con la sombra de luz o disco brillantísimo que lo rodea”.

“Las llamas que brotaban para arriba del corazón subían con violencia como despedidos con mucha fuerza, cubriendo y descubriendo la cruz plantado en el corazón. Las espinas que rodeaban el corazón dolían al ver como lastimaban aquello tan delicado y tierno”.

“¿Qué será esto? –me preguntaba– qué querrá el señor. Le di cuenta a mi director y primero me dijo que no hiciera caso, y después yo creo que inspirado por Dios me escribió un papel para mi alma y me decía”:

“Tú salvaras muchas almas por medio del apostolado de la Cruz”.

Así se iba aclarando en la mente de Conchita que estaba destinada para una misión especial, que superaba la de ser esposa y madre de familia.

Posteriormente esta cruz fue implantada en la hacienda de Jesús María, y así nos lo narra la propia Conchita:

“Como llegaba la fiesta de la Santa Cruz, acordamos reproducir la Cruz del Apostolado en grandes dimensiones para erigirla en Jesús María como un monumento y presentarla a la veneración de los fieles. A las cinco de la tarde, la hacienda estaba de fiesta. Las calles regadas, los puestos de dulces, aguas frescas y frutas frente a la casa grande, el repique de las campanas, los cohetes al aire para congregar a los fieles. Habían venido peregrinos de San Luis Potosí, y de los alrededores de Jesús María llegaban los campesinos a caballo o en lentas y apiñadas carretas. Desde la capilla salimos en procesión hacia la Cruz del Apostolado. Todos llevábamos una cruz de palma en la mano, mientras cantábamos el himno”.

“Octaviano improvisó los versos, yo arreglé la música. Unas personas conducían el cuadro de la Cruz que había pintado Margarito Vela. Atrás venía el Padre Mir, con el Santísimo en la custodia. Cuando llegamos ante la enorme cruz de madera, levantada sobre un pedestal de piedra, el padre la bendijo y predicó con palabras ardientes”.

“Mis familiares, mi marido, mis hijos estaban conmovidos. Mi corazón se rompía de gozo y gratitud al ver miles de almas arrodilladas ante aquella cruz que abría sus brazos sobre el fondo del cielo. El Señor me había dicho: “Por esta cruz curaré las almas y los cuerpos”.

 

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