La mayoría de los mexicanos que asistieron a las urnas votaron por una transformación.
Llevamos transcurridos casi cien años desde la última gran revolución que cimbró las estructuras de la nación y teóricamente instauró una época de paz y democracia, y sin embargo los indicadores en casi todos los órdenes nos ponen hoy en día entre las naciones que por territorio, número de habitantes, ubicación geográfica y recursos debería estar entre las grandes potencias, pero se destaca por una desigualdad ofensiva y una violencia como nunca se había tenido en tiempos de “paz”, si así se puede llamar a un lamentable estado de inseguridad, donde cada mes se suman a la estadística un número alarmante de crímenes que termina la vida de muchos ciudadanos, hombres, mujeres y hasta niños.
La mayoría de los mexicanos que asistieron a las urnas votaron por una transformación, tal vez sin haber analizado con suficiente detenimiento los objetivos que se planteaban en esa transformación, los antecedentes históricos del candidato que la proponía y los objetivos reales que se podrían alcanzar mediante la misma, y hoy en día es bastante claro que los resultados son muy diferentes a los esperados y muchos se preguntan qué es lo que se puede hacer al respecto.
Pero el problema de la sociedad mexicana actual, si nos detenemos a analizarla e ir más a fondo, no se limita a si se apoya al gobierno como lo hacen sus incondicionales, o si se manifiesta el desacuerdo contra el mismo como ya lo hacen muchos otros, sino el saber cuales serían las bases sobre las que hay que conducir el destino del país basados en principios fundamentales sólidos que comparta una gran mayoría de mexicanos, porque yendo todavía más a fondo nos damos cuenta que hay un a gran crisis a nivel personal sobre el sentido profundo y trascendental de su propia vida, sobre el sentido y responsabilidad de sus relaciones personales ya sean de pareja, familiares, de amistad, sociales, profesionales y en todos los aspectos que implica la vida en sociedad.
Y es que si retrocedemos unos cuantos años encontramos al menos un consenso muy amplio basado en lo que llamamos la cultura cristiana occidental que nos daba una cierta coherencia y nos identificaba bajo ciertos aspectos en que se compartía una fe, unos principios de cortesía para la convivencia social, otros con un sentido patriótico hacia ciertos símbolos y tradiciones, una búsqueda de la justicia basados en el seguimiento de la ley, aunque ciertamente que el flagelo de la corrupción ha estado siempre presente entre nosotros en mayor o menor grado, pero parecía, y muchos resultados así lo avalaban que avanzábamos hacia ciertos objetivos de mejora, aunque en el fondo estaba ya la semilla de la disolución sembrada desde la imposición del laicismo como forma de pensamiento social que irremediablemente nos conduciría a un relativismo de valores y hoy en día se desborda hasta límites insospechados, donde las ideologías que se van imponiendo supuestamente basados en la libertad y los derechos, ahora resultan en imposiciones que combaten abiertamente lo que fueron antes valores baluartes de la sociedad, y resulta que en ciertos casos hoy es hasta delito hablar y defender esos conceptos que en muchos casos son simples hechos naturales y hasta biológicos, y la contaminación de las ideas es casi general en los comunicadores de los medios, que las difunden y defienden como antes defendían los que para los cristianos eran valores de fe.
Lo grave de lo anterior es que no es un caso exclusivo de México, mas bien somos receptores de muchas de estas ideas que han venido a sacudir las bases de la sociedad y que han anidado no solamente como se cree entre las nuevas generaciones, sino aún entre mayores, que han decidido mejor no enfrentarse con sus ideas ante la avalancha de ideas que cambian por completo la idea de la familia, del matrimonio, de la educación, de la sexualidad, incluyendo algo tan elemental y básico como la identificación de hombre y mujer como personas iguales en dignidad, pero complementarias en lo biológico, emocional, intelectual y espiritual, y en vez de destacar las cualidades del hombre como hombre y de la mujer como la mujer, en una carrera de igualación se viene a crear una confusión demagógica que no está dando precisamente los mejores resultados.
Es muy importante que los ciudadanos estemos y cada día estemos más involucrados en lo que está pasando en la política, en la economía, etc., pero lo es más todavía que hagamos un alto y nos volvamos a nosotros mismos para ver si tenemos claridad sobre lo que entendemos y queremos para nuestra propia vida, y en que medidas podemos transmitir estas reflexiones a quienes nos rodean, porque una sociedad sin referencias sólidas es muy difícil que pueda avanzar, y una sociedad no puede tener referencias sólidas si sus ciudadanos no las tienen, es por ello que pasando por encima de los tabús que nos impuso el pensamiento laico y nos condujo a este caos, vale la pena retomar ese análisis sobre nuestros propios valores religiosos, familiares, tradicionales y trascendentales que tal vez algún día fueron la base de nuestras decisiones y planeaciones de futuro, y si nunca las tuvimos buscarlas en las fuentes de sabiduría que tenemos disponibles y saber que los valores trascendentales siguen siendo el pilar de una salud espiritual, mental y social sobre las que se puede reconstruir un destino que por el momento nos están arrebatando violentamente por medio de un bombardeo incesante de ideologías y supuestos nuevos derechos y, cuidado con los niños a quienes se pretende llevar a estos nuevos campos de pensamientos contrarios a la misma naturaleza humana en los programas educativos del gobierno por lo que todos tenemos una gran tarea por delante.
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