Y la oposición sigue callada

Es frecuente escuchar en los programas televisivos de debate político o en las discusiones de banqueta, que una de las principales razones para explicar la serie de abusos, fraudes y desaciertos que MORENA y su gobierno han venido realizando con total impunidad y desvergüenza desde hace años, es que no hay oposición en México. Para apuntalar ese razonamiento generalmente traemos a colación el pobre papel que los partidos políticos que rivalizan con Morena y sus parásitos en el Congreso han venido realizando de unos años para acá. Mencionamos los nombres de algunos miembros destacados del PAN y del PRI que han sido puestos en evidencia por su torpeza política, sus entuertos legales o sus deslices morales. Subrayamos la falta de brillantez intelectual o la carencia de una personalidad atrayente de los actuales líderes de esos partidos y los comparamos con sus antecesores. Esos partidos -nos lamentamos- ya no tienen la fuerza de convocatoria que tenían cuando contaban con líderes de la talla de Gómez Morín, los Gómez Morfín, los Abascal, Castillo Peraza y otras figuras del viejo PAN o de los grandes intelectuales del PRI. Los actuales líderes -nos quejamos- ni siquiera supieron aprovechar el carisma y las dotes de Xóchitl Gálvez en las elecciones pasadas. En resumen, para muchos conciudadanos la oposición son los partidos políticos no oficialistas. O al menos, eso parece ser a lo que nos referimos cuando nos quejamos de que no hay oposición que haga frente a Morena. Pero ¿sólo son oposición los partidos de oposición? 

Aceptar tal cosa como cierta es una argucia mental para escabullir el bulto y evitar las monsergas y las incomodidades que necesariamente van asociadas con la responsabilidad cívica y, en último término, con la verdad. Sabemos -no hace falta ser un genio para ello- que partidos como Morena no van a dejar el poder mientras tengan a su alcance la fuerza suficiente para crear las leyes y las instituciones que les hagan falta para conservar sus conquistas políticas, así como el poder de abolir las leyes y las instituciones que les incomoden. Sabemos también que la cosa empeora cuando tales partidos políticos (duele el alma usar esas palabras respecto a agrupaciones cuyo objetivo primordial traiciona totalmente la naturaleza de la política) se apoyan en el crimen organizado. Pero en el fondo del alma también sabemos lo que tenemos que hacer para que esa tragedia termine. Ni siquiera requerimos que haya artículos de la Carta Magna que nos enumeren nuestras obligaciones ciudadanas. Es más, la Carta Magna se queda corta porque entre las obligaciones de los ciudadanos no menciona la obligación moral de oponerse a las leyes injustas y al mal gobierno. 

La oposición está constituida por todos los ciudadanos que se oponen a la inmoralidad y/o a la torpeza e ineficacia del gobierno. La solución a estas maldades no son los partidos sino los ciudadanos. A fin de cuentas, quienes forman los partidos son los ciudadanos. Son estos últimos, los ciudadanos -cada uno de nosotros-, los que con objeto de poner en práctica las acciones necesarias para forzar a los malos gobiernos a corregir el rumbo o a dejar el poder se reúnen formando asociaciones y decidiendo y ejecutando las actividades que sean necesarias. Si los partidos actuales ya perdieron su mística original o se han desviado moralmente, nosotros tenemos la libertad y la obligación de constituir las asociaciones que puedan tomar su lugar. Y eso significa participar en tales asociaciones y colaborar activamente en las acciones que ellas decidan realizar para lograr el fin. 

Aquí cabe una breve reflexión. Llamamos “valores” a aquellas cosas que se nos presentan a la razón como algo por lo que bien vale la pena pagar un precio. Quien ve la armonía matrimonial como un valor -por ejemplo- estará dispuesto a pagar el precio de ser siempre fiel a su cónyuge. ¿Qué tan valiosa es para nosotros una nación cuya dinámica social, política y económica se enmarca en la construcción del Bien Común? (Cfr. Definición de “Bien Común” en la Doctrina Social de la Iglesia Católica). ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar para tener esa nación?

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