En vez de gastar millones de dólares para levantar muros, para que México mantenga a sus soldados en la frontera y alimente a los migrantes, y para que Trump sostenga a sus fuerzas fronterizas, gástenlos en crear sistemas económicos y políticos que den a los latinoamericanos oportunidad de vivir tranquilos.
Es ya famosa la fanfarronada de Donald Trump acerca de una –quizás la más famosa– de las promesas que hizo en su campaña presidencial en 2016: ”Vamos a levantar un muro entre México y Estados Unidos y México va a pagar el costo de ese muro”. Pues ya lo cumplió. No exactamente en la forma como todos, incluso el mismoTrump, habíamos imaginado, claro. Hasta ahora, los legisladores del Partido Demócrata de su país le habían venido impidiendo hacerlo tal como todos habíamos pensado que lo haría. Pero, finalmente el controvertidísimo presidente de Estados Unidos se salió con la suya. De que cumplió su promesa no queda duda. La barrera se levantará, y México será quien pague el precio. Sus fidelísimos hinchas estarán aplaudiendo a rabiar.
Las diferencias entre el plan original y la realidad actual son ya de todos conocidas: en lugar de un muro altísimo, de materiales a prueba de bazookas y de cualquier tipo de perforación, habrá seis mil soldados mexicanos cuidando cada milímetro de la frontera sur mexicana. Y digo “cada milímetro” porque Trump ya advirtió. De no cumplir México al pie de la letra su parte del convenio, repetirá la medicina –aranceles a todos los productos mexicanos que crucen la frontera norte– con la que puso a nuestro país a sus pies en esta ocasión. ¡Ay de México si no hace su tarea tal como Trump manda! Y la tarea incluye el establecimiento de otra forma de muro, también este a costa del erario mexicano: mantener por tiempo indefinido en territorio azteca a los centroamericanos que soliciten permiso para entrar a Estados Unidos (y de reenviarlos a sus países de origen en caso de ser rechazados por el gobierno yanqui).
Donald Trump, típico de él, no esperó a que la tinta se secase en los documentos del acuerdo mutuo para twitear que dicho acuerdo constituye una gran victoria de su gobierno en su empeño por mantener a Estados Unidos libre de las hordas de centroamericanos ladrones, asesinos, etcétera, que habían llegado a poner a ese país en situación de emergencia de seguridad. El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, por su parte, presumió de que el Gobierno de México había logrado evitar ser víctima de la amenaza arancelaria del mandatario norteamericano salvaguardando la dignidad mexicana. Esto último, claro, será durante muchas semanas material de debate entre juristas, comunicadores y portavoces de los partidos políticos nacionales. Lo más probable es que la conclusión general terminará inclinándose ante la realidad: la humillante impotencia mexicana ante el descarado acto de bullying del actual ocupante de la Oficina Oval.
Es obvio que tanto el mensaje de López Obrador como el de Trump van dirigidos a sus respectivas fanaticadas. Las formas de gobernar de ambos se sustenta no en la legalidad ni en el sentido común, sino en la confianza ciega que sus seguidores les brindan, motivados por discursos emocionales. No son las razones de Estado, ni los argumentos procedentes de la reflexión seria sobre las circunstancias particulares de algún problema, sino la simple emotividad lo que forma el contenido de los discursos de ambos jefes de Estado. Así ha sido en el caso del presidente mexicano desde que era candidato, y así seguirá siendo para lograr sus objetivos particulares. El presumir el acuerdo migratorio con México, en el caso del presidente norteamericano tiene, además, dos objetivos: distraer la atención de la ciudadanía de su país del fantasma del “impeachment” que rodea la Casa Blanca, y mantener contentos a sus seguidores ante la cercanía de las elecciones primarias de su partido.
En medio de la galería de críticas mexicanas por el acuerdo con el gobierno de Washington, ha habido voces como la del arzobispo primado de México, las de algunos expertos financieros y de politólogos veteranos que se felicitaron de que finalmente este acuerdo se haya firmado, a pesar de todas las serias interrogantes éticas, financieras y políticas que conlleva. Era un típico caso, al parecer, de elección del mal menor. Los riesgos de no hacerlo hubieran superado con mucho la gravedad de los daños causados por el acuerdo al que se llegó. México estaba entre la espada y la pared. No se trata de un acuerdo de “todos ganan”. Eso, por otra parte, no debería extrañar a nadie. Pocas veces en la historia mexicana los acuerdos entre los dos países vecinos han buscado un beneficio parejo, equitativo, para ambos.
Trump, finalmente, se salió con la suya. México acabó pagando por el muro. Pero, lamentablemente, ninguno de los dos lados de la ecuación sirven de nada para solucionar definitivamente lo que es la verdadera raíz del problema migratorio en las fronteras de Estados Unidos y México. Ni el muro originalmente propuesto por Donald Trump, ni la presencia de la Guardia Nacional mexicana a las puertas de Centroamérica les darán de comer a los pobres de esta región, ni los protegerán de la violencia y de la corrupción; su hambre y sus angustias y miedos seguirán empujándolos a buscar cómo entrar a donde haya mejores oportunidades de una vida más humana, tranquila. ¿Será tan difícil que Donald Trump entienda esto?
¿Será tan difícil que los gobernantes de todos los países afectados se sienten a elaborar programas de ayuda y se pongan a trabajar en serio para buscar cómo levantar el nivel de vida de sus habitantes? En vez de gastar millones de dólares para levantar muros, para que México mantenga a sus soldados en la frontera y alimente a los migrantes, y para que Trump sostenga a sus fuerzas fronterizas, gástenlos en crear sistemas económicos y políticos que den a los latinoamericanos oportunidad de vivir tranquilos.
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