¿Viva la Revolución?

Cada año que pasa, y entre más vive uno la realidad actual de nuestro país, es inevitable preguntarse en estas fechas de desfiles, de niños disfrazados de revolucionarios y de tantos discursos alusivos, si lo que tanto conmemoramos realmente lo merece.

En primer lugar surge la pregunta: fuera de Francisco I. Madero -el cual parece sobresalir entre todos los próceres de la Revolución por su ingenua honestidad-, los demás ¿realmente estaban buscando un México justo para todos, libre, progresista, democrático? ¿O, como parecen demostrar las continuas pugnas que los enfrentaban unos contra otros y que los llevaban incluso a los golpes bajos, a la traición, lo que los movía eran sus ambiciones personales? ¿Tenían Calles, Carranza, Obregón, Villa, Orozco y los demás protagonistas de esos años de turbulencia una idea clara de lo que querían para México, y era esta idea la que los lanzaba sinceramente a empuñar las armas? ¿Eran esas ideas personales tan fuertes y tan opuestas a las de los demás que no podían reconciliarse en un plan único y verdaderamente capaz de revolucionar las cosas en el país de modo que todos quedaran contentos y satisfechos con el resultado? Este último, que aún rige el quehacer político de los actuales mexicanos, nos deja ver que lo que dirigía aquel movimiento, más que una fuerza revolucionaria era un remolino de egoísmos.

¿Es eso lo que celebramos?

En realidad, ni siquiera la Constitución del 1917 logró construir un esfuerzo común. Quienes pensaban distinto de quienes habían salido victoriosos en la parte bélica de la Revolución quedaron excluidos de la formación del Congreso Constituyente. Este fue sólo para los cuates. Era evidente que tanta unilateralidad no podría dejar de causar posteriores daños a la República que se quería reconstruir con tal Carta Magna. Esta ha debido desde entonces ser parchada, remendada y corregida en múltiples ocasiones para intentar remediar lo irremediable. Sin éxito completo, evidentemente. Porque las facciones siguen buscando su interés particular sobre el nacional. El diálogo es prácticamente inexistente entre ellas. La Revolución no se ha terminado, porque no han cambiado los sentimientos originales ni los métodos de antaño. Los años del Maximato de Calles fueron una muestra de ello. La misma Cristiada fue otro botón de muestra. El actual presidente de la República y su actuar es el más acabado ejemplo de ello.

La fuerza de reacción popular, sin embargo, la que lanzó a los mexicanos ilusionados tras los caudillos de entonces, e que incluso los animó a confrontarse mutuamente; ese deseo de sobreponerse a la injusticia a costa de la propia vida, parece que agonizó al verse superada por el egoísmo faccioso. Luego de la Cristiada todo signo de vida política pareció adormecerse en el país. La facción ciudadana que se alineó con el PRI asfixió por décadas cualquier interés por el Bien Común. La transición democrática de 1997 fue un signo alentador, pero insuficiente. Y las elecciones del 2018 llevaron a muchos ciudadanos a pensar que se había dado la puntilla a cualquier intento de construcción de una verdadera nación. Aunque, parece que hoy está despertando de nuevo el sueño de tener un México unido, justo y progresista. Este deseo, sin embargo ¿será capaz de cambiar la mentalidad egoísta de los diferentes grupos que se han formado con el propósito de lograrlo?

Si realmente la Revolución que conmemoramos cada 20 de noviembre no ha sido capaz de dar a luz el país que todos soñamos, ¿no sería lógico cancelarla, por carecer de sentido, y esperar a que se dé un movimiento popular, una nueva revolución tal, no necesariamente bélica y cruenta, que logre lo que aquella no logró?

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