¿Qué le falta a la educación en valores para ser efectiva?

La formación en valores es una necesidad social insoslayable, pero hasta el momento no ha sido muy exitosa. Hace falta incluir en ella el factor felicidad, pero eso exige algo que es difícil hacer: creer en la vida eterna.


Valor de la Felicidad


“El factor felicidad”

Desde hace un par de décadas, tanto los organismos intermedios que conforman la sociedad mexicana en general como las diferentes entidades del gobierno han venido implementando medidas de todo género para educar a la ciudadanía acerca de lo que comúnmente conocemos como valores. O sea, la justicia, la honestidad, la legalidad, etc. La propuesta del presidente López Obrador de redactar una “constitución moral” evidentemente va en el mismo sentido: reformar o solidificar los principios que sirven de fundamento a la conducta normal de los ciudadanos. No es difícil encontrar una razón para todo ese esfuerzo. Ante nuestros ojos está la corrupción generalizada del gobierno de la que el actual jefe del ejecutivo prometió liberar a la nación. Está a la vista también la corrupción de la misma ciudadanía, la cual con su actitud de laissez faire, de quedarse callada para no meterse en problemas, o de adoptar como axiomático lo que se ha convertido en una de las reglas áureas de la interrelación ciudadana en México: “el que no tranza no avanza”, alimenta directamente la deshonestidad gubernamental. Nadie ignora, tampoco, las funestas consecuencias de tantas otras enfermedades morales domésticas: pobreza, deseducación, marginación y cosas parecidas. Para colmo, el país está siendo infectado por las enfermedades mundiales actuales: el relativismo, la ideología de género, la tiranía de los grupos defensores de la agenda gay, etc. La educación y la práctica de los valores se ven, en este escenario, como la única salida posible. Y de hecho así es. Pero a pesar de tantos esfuerzos por transformar a la sociedad mexicana en una sociedad fundada axiológicamente, es claro que los logros son, cuando mucho, raquíticos.

¿Qué es lo que ha faltado a tantos programas encaminados a formar a los ciudadanos en la práctica de los valores?

La respuesta es muy sencilla: el factor felicidad.

Nadie habla de ella al hablar de valores. Hasta parece que hablar de felicidad es algo ajeno a los postulados mínimos de la pedagogía, impropio de la labor docente. Valores y felicidad se perciben como elementos mutuamente lejanos. Los primeros son algo práctico, de poner los pies sobre la tierra; la última es material para poetas y soñadores. Pero es aquí precisamente donde radica el error. En una palabra: los valores tienen como finalidad suprema la felicidad. La de cada persona y de la sociedad. Y esto ni siquiera constituye un descubrimiento de las modernas ciencias humanas. Ya Aristóteles decía lo mismo trescientos años antes de Cristo. Claro que el Estagirita no usaba la palabra “valor”, sino “virtud”. Pero los valores –aquellas cosas que consideramos valiosas, y por las que estamos dispuestos a pagar un precio– en los que más insistimos actualmente ¿no son acaso las virtudes de la justicia, de la honestidad, de la veracidad, de la tolerancia, la legalidad, el respeto mutuo, etc.?

Lamentablemente se ha olvidado que las virtudes/valores no son un fin en sí mismos. Su práctica tiene una finalidad que las trasciende. Definir la práctica de los valores como si ella fuera la meta de la educación es un error. Esto, obviamente, ha sido notado por algunos educadores y consecuentemente se ha intentado de varias maneras describir la finalidad de la práctica de los valores. La felicidad no es una de ellas. La dificultad de explicar en qué consiste la felicidad puede ser la causa de que no se le incluya dentro de los objetivos de aprendizaje en las campañas formadoras de valores. Otra posible razón de la omisión es la muy generalizada falta de visión trascendente de la vida humana. Como quiera que sea, se ha optado por dos definiciones alternativas de la finalidad última de los valores. Una de ellas es la que la ubica en el bien de la “polis”, de la comunidad humana; en una descripción puramente socioeconómica y política del bien común. La armonía de la sociedad, y los frutos que de ella se pueden recoger, en esta perspectiva, son efecto directo de la práctica consuetudinaria de las virtudes por parte de cada ciudadano. Tal armonía sería, así, el bien perseguido por la virtud/valor, y la felicidad consistiría en participar de ella y de sus frutos. Podríamos decir que, siguiendo esa forma de pensar, la felicidad, el fin de los valores, es vivir en una sociedad donde todo funciona bien.

La otra explicación del fin de los valores consiste en describirlo como la satisfacción experimentada por la persona al practicarlos, porque vivir virtuosamente, con valores, constituye la forma más elevada posible de vida humana. No hay felicidad tan verdaderamente humana, tan satisfactoria humanamente hablando, como la de empeñar la totalidad de las propias potencialidades humanas para hacer lo que se tiene que hacer. Hacer siempre lo que se tiene que hacer, como se tiene que hacer, cuando se tiene que hacer es la mayor causa de satisfacción que un hombre puede experimentar. Sobra decir que para llegar a vivir haciendo siempre lo que corresponde se requiere, además de mucha prudencia y discernimiento, un gran esfuerzo de dominio de sí mismo y de no perder de vista que en ello consiste la felicidad. Practicar los valores tiene entonces sentido: en la medida en que la persona haga lo que le corresponde humanamente hacer –en forma de valores ejercidos– en esa medida experimentará la satisfacción más elevada a la que el hombre puede aspirar en su vida. Y eso es, según esta visión, la felicidad.

Ambas explicaciones gozan de valiosos elementos de verdad, pero hay un paso ulterior, que, si los proponentes de las mismas no logran darlo, las dos quedarán cojas, carecerán de verdadero poder motivacional. Este poder únicamente surgirá de una descripción de la finalidad de la virtud/valor que incluya lo que todo hombre espera de la felicidad, a saber, que sea perfecta. En otras palabras, sólo la expectativa de una felicidad ilimitada, absoluta e inmutable puede convencer al hombre de que vale la pena ser justo, honrado, legal, generoso, participativo, veraz, tolerante, respetuoso y poseer todas esas características que vemos como necesarias para lograr una sociedad perfecta. Es claro, por lo mismo, que esa expectativa únicamente es posible cuando se cree que la muerte no es el fin de la historia personal. Pues, ¿basta la expectativa de sentirse satisfecho por cumplir bien el deber para motivar a alguien a vivir virtuosamente si al mismo tiempo se cree que al morir todo va a quedar en nada? ¿No vale entonces más la pena disfrutar de la vida al máximo haciendo lo que a uno se le antoja? ¿Basta la expectativa de vivir en una comunidad donde todo marcha bien para decidir que vale la pena vivir los valores, con todo lo difícil que eso puede resultar, a pesar de que la experiencia nos enseña que esa armonía social es una utopía, que uno va a morir sin ver la sociedad perfecta? ¿Para qué someterse a la disciplina y el sacrificio requerido por la virtud en pro de la armonía social cuando nunca podrá uno gozar individualmente de los bienes esperados de ella? Aunque hipotéticamente llegase el día en que esa armonía social se hiciera realidad, ¿no es lo más probable que la muerte nos cortará súbitamente la posibilidad de gozar la vida en ella; que los beneficiarios serían otros? Es mucho más realista, entonces, buscar el beneficio inmediato, el gozo y el placer momentáneos, que llegar frustrados a la muerte sin haber logrado experimentar la felicidad perfecta. Y si la corrupción es el medio de conseguir ese gozo y ese placer, ¿para qué perder el sueño preocupándose por nimiedades tales como el daño que el bien propio puede causar a otros? Para quien no cree en lo que sigue después de la muerte, practicar los valores no representa ganancia personal alguna. Al contrario.

Solamente la creencia en la otra vida, y más específicamente, en el Cielo, tiene las características necesarias para motivar a la práctica de los valores. Solamente el Cielo, la visión del rostro de Dios, tienen las características requeridas para convertirse en auténtica finalidad última de una vida virtuosa. Únicamente la esperanza en la felicidad perfecta, en la resurrección, prometida por Dios es capaz de motivar a alguien a vivir los valores al cien por ciento. Es por ello que los primeros cristianos, quienes no se olvidaban nunca de este factor, la felicidad celestial, podían vivir una forma de vida que superaba el simple cumplimiento de la ley y que asombraba a todos, como narra la Carta a Diogneto. Y eso mismo hacía que los cristianos llegaran a ser para el mundo lo que el alma es para el cuerpo.

La conclusión es obvia.

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