La terrible enfermedad

Hace unos días, con una sonrisa llena de satisfacción, López Obrador presumió: Los criminales, los narcos, los miembros de los cárteles, no molestan a los Servidores de la Nación en los retenes carreteros. Los chalecos guindas liberan a sus portadores de la violencia criminal. Estoy seguro que muchos de los mexicanos que vimos esa escena de orgullo presidencial sentimos un súbito deseo de vomitar. ¿Hasta dónde ha llegado la locura de este presidente que presume como un logro, o como un meritorio reconocimiento de su quehacer, el que los criminales no toquen a sus empleados mientras violan los derechos más elementales del resto de la ciudadanía? Pues claro que los criminales no tocan a los Servidores, ni los van a tocar, mientras el presidente los siga abrazando cariñosamente. Pero lo más repulsivo del asunto es el hecho de que López muestra regocijo por el hecho de que solamente los Servidores tienen paso franco en las carreteras nacionales. Es eso lo que presume. Aunque en realidad, en el fondo, lo que presume no es tanto que los criminales hayan respetado a los Siervos, sino que lo respetan a él, el que los abraza cariñosamente y les permite hacer de las suyas. La necesidad de que sean todos los ciudadanos quienes gocen de ese salvoconducto no le pasa al presidente por la mente. No le interesa en lo más mínimo. Sus programas de seguridad no abarcan a la ciudadanía. Para él, basta con que los narcos respeten a los de chaleco guinda para considerar que su programa de abrazos en vez de balazos es un éxito total. Los miles de asaltos en las carreteras, con su secuela de muerte y terror, no logran mover los sentimientos de AMLO. Las masacres de ciudadanos son celebradas con carcajadas en las mañaneras. Las carencias de medicinas en los hospitales del gobierno tampoco alcanzan a distraer su atención del cuidado de sus aduladores. Las enormes pérdidas económicas causadas por el crimen organizado le preocupan tanto -o sea: nada- como las pérdidas multimillonarias originadas por sus decisiones caprichosas respecto al aeropuerto, al Tren Maya y a Dos Bocas. Nada de eso le quita el sueño, aunque tales decisiones estén significando la muerte de muchos ciudadanos, el empobrecimiento de millones de familias, el descrédito de la Nación y el colapso de la ecología.

¿De qué leche mamaron AMLO, Maduro, Diaz-Canel y los demás dictadores que actualmente asuelan las naciones latinoamericanas? ¿De la misma que mamaron los demás déspotas y tiranos que la historia recuerda? ¿Qué hay en sus organismos, qué corre por sus venas que les permite vivir sonriendo, y presumiendo sus fechorías, mientras contemplan satisfechos y orgullosos la destrucción de sus respectivos países, la muerte de sus ciudadanos? ¿Cuándo, cómo y por qué sus personalidades llegaron a perder contacto con la tristeza, la pobreza y el dolor de sus conciudadanos, y a ser ajenos a la empatía, la conmiseración, la solidaridad, la preocupación por el bienestar del prójimo y todas esas virtudes presentes en la mayoría de los seres humanos y que hacen posible la convivencia y la búsqueda del Bien Común? Pero quizás lo más grave y preocupante para el país es esto: ¿Esa enfermedad de los dictadores -pues no puede ser un síntoma de buena salud la defensa de los criminales y la apatía frente al dolor ciudadano- no será contagiosa? Es evidente que los hijos de los narcos padecen de ella; las corcholatas y los turbios personajes que acompañan y aplauden las decisiones del actual Presidente ya están contagiados. ¿Cómo se transmite? ¿Es por contacto directo con las personas enfermas? ¿Se encuentra en forma de veneno en algunos alimentos? ¿O anda el virus volando en la atmósfera de algunos sitios? ¿No hay antivirus actualmente? Es de urgencia primordial que los científicos pongan manos a la obra y lo descubran; el peligro de que los síntomas de esa enfermedad se agudicen y el país termine en ruinas es cada vez mayor.

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