El actor y director cinematográfico Eduardo Verástegui se registró en días pasados como candidato independiente a la Presidencia de la República. No es que esto haya causado sorpresa. Ya lo había anunciado el actor desde hace semanas en sus redes sociales. No han tardado nada esas mismas redes en calificar ese acto como una demostración de singular valentía. Sobre todo porque, como dicen sus seguidores, el actor se tendrá que enfrentar, solo, sin la maquinaria electoral y el poder económico y humano de algún partido, a todo lo que hasta el día de hoy -y desde el inicio de la historia contemporánea de México- ha representado la totalidad de la vida política del país: una cadena ininterrumpida de corrupción y mentira protagonizada por todos los partidos politicos, de todos los colores y sabores. La situación actual del país, dice el cineasta, es prueba patente de ello. Las candidatas -Xóchitl y la Sheinbaum- elegidas por sus correspondientes facciones para la contienda electoral que se avecina, agrega él, sólo varían en edad y vestimenta, pero en el fondo son simplemente más de lo mismo: las promesas de siempre, los resultados de siempre. Simples peones de intereses obscuros y ajenos al bienestar de la nación.
Sin importar quién gane el año entrante, si él no puede impedirlo, México seguirá siendo lo que ha sido hasta hoy: un país derrotado en todos sentidos.
¿Valiente? Pues si lanzarse al ruedo solo, como un espontáneo en la plaza de toros, sin más recursos que la buena voluntad y quizás algo de dinero (¿procedente de?) es señal de valentía, entonces Verástegui es un valiente. Si no, hay de dos sopas: o el cineasta no es más que un Quijote, ingenuo y simplón, o es un extremista politico, fanático, apoyado por grupos extremistas, que nada bueno puede significar para el México actual. Porque, fuera de su experiencia como cantante, actor, director y productor de películas, ¿qué puede ofrecer él para solucionar política, social y económicamente los miles de problemas que enfrenta el país en este momento? ¿Va a repetir él la estulta y presuntuosa afirmación del Peje de que gobernar es fácil? ¿Podrán por sí solas su imagen y su modo de vida fiel a su fe católica conquistar el suficiente número de seguidores leales para sacudir las almas mexicanas, sobre todo las de la burocracia y la política, y motivarlas a abandonar de verdad la corrupción, la violencia, la indolencia y todas las demás lacras nacionales? ¿Qué discurso utilizará; quién y cómo lo difundirá para mover las conciencias de los poderes de facto y ponerlos al servicio del Bien? Las fotos que de sí mismo ha subido orgullosamente el cineasta a las redes sociales desde hace tiempo nos invitan a pensar que tanto su pensamiento como su actuar están cercanos a ese obscuro club de personajes de controvertidos historiales como Trump, Bolsonaro y otros parecidos. ¿Es eso lo que ofrece Verástegui para México?
Ciertamente, Eduardo Verástegui no es el primer actor que debuta en la política. Ya varios lo han hecho, con diversos grados de éxito. Ronald Reagan es uno de los más renombrados. Volodimir Selensky, el actual Presidente de Ucrania, es otro. Claro que las condiciones políticas y la situación personal de cada uno de ellos son radicalmente distintas de las que enmarcan el caso de Verástegui. Reagan ya había sido gobernador de California antes de optar por la Presidencia de su país. Zelensky era un personaje muy querido y respetado nacionalmente; incluso antes de postularse, ya la ciudadanía lo favorecía mayoritariamente. Verástegui no cuenta con más reconocimiento social que el obtenido por sus modestos éxitos fílmicos, su postura provida entre los católicos y su filiación de extrema derecha. Su historial político o de gobierno es cero. Su conocimiento del mundo de la burocracia mexicana no es distinto del que tiene el ciudadano común desde este lado del mostrador en una oficina de gobierno.
A menos que Verástegui tenga un as milagroso escondido en una manga, es imposible no ver su intento de ser presidente como un acto de ingenuidad asombrosa, o de maquinación tortuosa. Da un olor a copia en negativa del Peje. Pareciera que la imagen que él tiene de sí mismo como presidente es la de un ser todo poderoso que, igual que lo que quiere hacer AMLO, va a lograr cambiar la faz del país a base de decisiones personales, apuntaladas únicamente en el poder presidencial y su autoproclamada rectitud. ¿O tiene de su lado a suficientes legisladores, tan honestos y bien dispuestos como él, que secunden sus iniciativas de ley? ¿Se siente respaldado moral y funcionalmente desde el poder judicial, tanto en las instancias de seguridad como en las de los tribunales, para llevar a cabo con éxito las reformas conducentes a la erradicación de la violencia y la defensa de la vida? Sería menos ingenuo, mucho más creíble y con más probabilidades de éxito si, en vez de querer él lanzarse a llevar a cabo otra forma de Cuarta Transformación, comandada por él desde Palacio, se lanzase a ocupar una curul en el Poder Legislativo y allí dedicase sus fuerzas y talentos a garantizar, convenciendo a la mayoría de legisladores, que quien sea electo(a) para ocupar la presidencia de la República desempeñe su responsabilidad de manera legal, eficaz, honesta.
Por último, ¿cuenta el cineasta, de carácter más bien sombrío, con alguna estrategia de campaña capaz de superar la arrolladora personalidad de Xóchitl? ¿O con suficientes recursos publicitarios para competir con la maquinaria estatal que está detrás de la Sheinbaum? Sobre los recursos económicos que deberá utilizar para financiar su campaña, ya ni falta hace preguntar, porque seguramente tiene algún padrino de bolsas muy grandes. Pero ¿cómo se verá en un debate frente a esas dos candidatas? ¿Podrán sus posturas extremas convencer a la ciudadanía que son mejores que el centrismo racional de la hidalguense o las promesas populistas de la morenista? Por lo pronto, corresponde a los ciudadanos estar atentos al decir y quehacer de este personaje. No vaya a ser que se repita lo de 2018, en copia negativa.
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