Una nación es soberana en la medida en que el ejercicio de su soberanía no afecte el ejercicio de la soberanía de los demás.
Estos días es frecuente escuchar a economistas, políticos y politólogos referirse en los medios a la palabra “soberanía”. Esto, a raíz de que el presidente López insiste en que la queja presentada recientemente por los gobiernos de Estados Unidos y Canadá por supuestas violaciones mexicanas al Tratado de Libre Comercio en materia de energía, constituye una violación a la soberanía nacional. La soberanía ha sido reiteradamente usada por diversos gobiernos mexicanos de corte populista para argumentar en favor o en contra de diversas propuestas de enmiendas a las leyes que rigen la energía en nuestro país. Especialmente cuando se ha tratado del dilema entre permitir o no permitir el acceso de la empresa privada a la extracción, industrialización y distribución del petróleo y la electricidad. Y a cada mención de la soberanía han seguido multitudinarias manifestaciones de adhesión popular al gobierno que la menciona como bandera política, en contra de la llamada “privatización de la energía”. El mensaje que se quiere enviar al pueblo es evidente: si una entidad no gubernamental llega a administrar un pozo petrolero o a decidir sobre la mejor manera de distribuir la electricidad, México pierde su soberanía. En otras palabras, la soberanía mexicana reside en el poseer el control total de sus recursos naturales (por los menos los petrolíferos o eléctricos). La soberanía es confundida utilitariamente con la posesión y/o administración de recursos naturales.
Es una lástima que todavía en pleno siglo XXI los gobiernos continúen confundiendo a la ciudadanía con estos discursos y que tantos mexicanos se dejen engañar así. La soberanía no tiene nada que ver con poseer o administrar recursos, sino con el poder de decidir cómo mejor utilizar los recursos que se tienen en favor de la población. La soberanía es el poder que tiene un pueblo de tomar las mejores decisiones respecto a su propio Bien Común. Esto lo deja claro la misma Constitución Mexicana cuando dice: “La Soberanía reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”. Se refiere, entonces, al poder de decidir, no a poseer o administrar. Evidentemente que para que un país sea soberano debe tener bienes, materiales y humanos, sobre los cuales pueda ejercer su soberanía, pero ni los bienes ni su administración son la soberanía. Tener o no tener petróleo no nos hace soberanos. Ejercemos nuestra soberanía cuando tomamos las decisiones que conciernen a la mejor forma de usar el petróleo, el gas, la electricidad, o cualquier otro bien que pertenezca a la nación. Y, obviamente, entre mejores decisiones sepa tomar un pueblo respecto a sus bienes, más soberano será, incluso si encomienda su aprovechamiento enteramente a la administración de empresas privadas.
El Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá; los debates que se dieron para llegar a acordar las diversas normas y reglamentos que lo componen; la decisión de firmar y comprometerse a actuar acordes con tales normas, todo ello fue un ejercicio de soberanía por parte de México, y de los otros dos países con los cuales México ha firmado el tratado. Y cada vez que una empresa de una de estas tres nacionalidades interactúa con alguna empresa de las otros dos, negociando apegada a las normas de dicho tratado, de forma libre, está respetando esa soberanía. El problema que ahora plantean a México los gobiernos de sus dos socios en el tratado radica precisamente en este último punto. México ha decidido no respetar algunas de las normas del tratado a cuyo cumplimiento se comprometió soberanamente. México decidió, por su cuenta, y sin tomar en consideración las normas que soberanamente había acordado respetar, dar preferencia a las empresas estatales mexicanas por sobre otras empresas privadas. Eso viola las normas del tratado y de ahí el reclamo de los otros dos gobiernos. El presidente López afirma, basado en una concepción muy peculiar de la soberanía, que el reclamo que le hacen sus socios constituye una violación a la soberanía mexicana, porque según él, México soberano tiene derecho de variar las reglas del juego según sus necesidades. Y no le falta razón. México puede, soberanamente, decidir violar las reglas que él mismo, soberanamente, decidió acatar. Pero entonces deberá aceptar las penalizaciones que le corresponden por haber violado el Tratado al que soberanamente se comprometió a obedecer. Tan sencillo como eso. Una nación es soberana en la medida en que el ejercicio de su soberanía no afecte el ejercicio de la soberanía de los demás. Cuando esto último llega a suceder, como es el caso que actualmente afecta a Estados Unidos y Canadá, la nación que, con la excusa de ejercer su soberanía, afectó el derecho de los demás, deberá hacerse responsable de las afectaciones que haya causado. Sobre todo si hay un tratado, aceptado y firmado de modo soberano, en el que hay normas para que esos abusos no sucedan.
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