Se esperaría que el jefe del ejecutivo federal presentaría para ello argumentos que mostraran la debilidad de la argumentación contraria, sobre todo si esta procede de un conocimiento a fondo de la realidad, de larga experiencia y acerbo académico suficiente.
Andrés Manuel López Obrador se ha ganado merecidamente fama de tener poco respeto por sus adversarios. A quien se atreve a mostrar su desacuerdo con las acciones de gobierno emprendidas por él, AMLO inmediatamente le endilga todo tipo de adjetivos o lo define con sonoros sustantivos que sirven para ubicar al opositor en el campo de los enemigos de la patria. Además de amenazar al osado ciudadano con la vergüenza pública. Pero hasta hace un par de días el presidente no había llegado al insulto descarado en sus descalificaciones públicas.
El hecho mismo de descalificar públicamente a un adversario político es algo percibido por la mayor parte de la ciudadanía como algo propio de personajes como Nicolás Maduro o Donald Trump (¿AMLO estará haciendo méritos para asegurar su membresía en ese club?). Pero opino que el insulto, o sea, la utilización deliberada de una palabra claramente ofensiva es algo que rebasa todos los límites de la decencia y de la ética presidencial; es una acción impropia de la dignidad presidencial. El presidente tiene todo el derecho del mundo a estar en contra de las opiniones de sus adversarios, y tiene el derecho de defenderse ante los argumentos que sus adversarios esgriman.
Claro, se esperaría que el jefe del ejecutivo federal presentaría para ello argumentos que mostraran la debilidad de la argumentación contraria, sobre todo si esta procede de un conocimiento a fondo de la realidad, de larga experiencia y acerbo académico suficiente. Pero, por razón del puesto que ocupan, ni AMLO ni ningún otro jefe de Estado o cabeza de gobierno tiene el derecho de menospreciar las opiniones de los ciudadanos a los que debe servir. Hacerlo es una contradicción rampante. Y mucho más contradictorio, y más inmoral, es que el presidente utilice el insulto en contra de sus oponentes. Cuando AMLO llamó “cretinos” a quienes promueven acciones legales para frenar la cancelación del NAIM de Texcoco y la construcción del aeropuerto de Santa Lucía rebasó con mucho los límites de la decencia propia de su puesto.
¿Cómo debe la ciudadanía reaccionar frente a esa grosera violación de la dignidad presidencial? No faltará, claro, quien aplauda el comportamiento antisocial del presidente López, tal como han aplaudido incondicionalmente cada una de sus acciones de gobierno, buenas o malas. Pero, evidentemente, eso no ayuda en nada a que las cosas mejoren y a que México se convierta en una nación unida.
¿Será el silencio ante el insulto presidencial una solución? ¿Ayuda en algo pretender que no pasó nada? ¿Convendrá, para no empeorar las cosas, tomar el desmán ético de AMLO como una más de las “puntadas” a las que ya nos estamos acostumbrando? ¿Será propio de la ciudadanía ofendida, para alinearse al así llamado espíritu “franciscano” de la Cuarta Transformación, optar por imitar las virtudes del Poverello y ofrecer al ofensor humildemente la otra mejilla? ¿O será mejor imitar la actitud de Cristo quien, al guardia que lo abofeteó durante el interrogatorio en casa del Sumo Sacerdote, le demandó: “Si he dicho algo mal, dime en qué me equivoqué. Pero si no, ¿por qué me golpeas?”
Es hora de que AMLO sea obligado a dar razones claras, fundamentadas, razonadas, probadas de sus decisiones; a mostrar con datos confiables que sus decisiones son mejores que las de quienes proponen otras cosas. Decir que él tiene otros datos y rehusarse a responder concretamente a los cuestionamientos que se le hacen únicamente aumenta la desconfianza de quienes basados en la realidad de las cosas, en su experiencia y su formación técnica se oponen a los proyectos presidenciales. La descalificación pública del adversario, por su parte, únicamente sirve para mantener contenta a la galería de sus fans, pero no para construir el Bien Común.
El problema aquí consiste en que no parece haber una persona o una institución capaz de obligar a López Obrador a actuar de un modo distinto. Y él lo sabe. ¿Cuánto tarda México en caer en una situación de dictadura total?
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