¿Y si Obrador se muere esta noche?

¿Qué pasaría si AMLO muriera hoy? ¿Acaso se resolverían todos los problemas de México? 


Si AMLO muriera


Las 9:40 de la noche. Palacio Nacional. En una oficina Andrés Manuel López Obrador y 2 de sus personas de confianza revisan los detalles de la conferencia mañanera del día siguiente. Afuera uno de los guardaespaldas espera con la mirada hacia el horizonte. A las 9:45, por los pasillos de Palacio se escuchan las llamadas de auxilio, mientras una marabunta de mensajes de WhatsApp recorre primero las oficinas y luego los chats de la prensa y la clase política, y las llamadas a los servicios de emergencia amenazan con entorpecer más que ayudar a las labores de auxilio. A las 9:55 un helicóptero ambulancia del ejército arriba a uno de los patios de Palacio, y se eleva nuevamente casi de inmediato, hacia el Hospital Central Militar. Mientras todavía está en el aire, lo impensable se vuelve confirmación: el Presidente de la República ha muerto.

Desde la misma noche del primero de julio la fantasía de que López Obrador se desvanezca del panorama político ha sido una conversación recurrente en muchos círculos de la oposición, especialmente entre aquellos que consideran que AMLO es el gran villano del México moderno, y que, de no ser por él, nuestro país avanzaría con mar calmo y viento a favor en las tibias aguas de la tecnocracia. Están muy equivocados.

No. Andrés Manuel no es la causa de la crisis política que vive el país. No, esa crisis no desaparecería si el presidente desaparece.

Obrador efectivamente está impulsando una serie de estrategias muy peligrosas para libertad política y económica, está centralizando cada vez más el poder en su persona y de tener éxito implementará en México un nuevo sistema de partido hegemónico, que tal vez permanezca incluso durante décadas, como lo hizo en su momento el PRI. A pesar de ello, no podemos dejar que el pánico nos impida entender una incómoda pero incontrovertible verdad: AMLO no es el problema, es el síntoma.

El indudable éxito electoral, que le ha permitido convertirse en el mandatario mexicano más poderoso de los últimos 40 años, se debe en parte a los aciertos de él y de su equipo, pero también es producto del desgaste de un sistema político de corte tecnócrata que logró grandes éxitos, pero fue absurdamente inepto para comunicarlos, porque, entre otras cosas, sus dirigentes (en el PAN, en el PRI, en las cámaras empresariales, en la academia y en los medios) no entendieron que hay vida más allá de sus hojas de Excel y sus títulos de economía, no involucraron a los ciudadanos en la modernización del país y no plantearon una visión de futuro con la que las personas se pudieran sentir involucradas.

Si a esto le añadimos la crónica falta de generosidad para superar diferencias de grupo (ejemplificada grotescamente con el pleito entre Meade y Anaya durante la campaña presidencial) o los obscenos niveles de corrupción de quienes convirtieron la impunidad en patente de burla, tenemos la receta del desastre, porque el pueblo perdona la incompetencia, y puede incluso entender la avaricia, pero lo que no tolera es la arrogancia.

Y, más allá de matices, a los ojos de la opinión pública, los tecnócratas lograron el tricampeonato: incompetentes, corruptos y arrogantes.

En un escenario así era solo cuestión de tiempo para que surgiera un vivo con la idea de aprovechar el resentimiento que estaba generando el consenso tecnocrático y canalizarlo hacia sus propios fines. Si no hubiera sido Obrador, habría sido alguien más, quizá incluso peor, lo que me lleva al siguiente punto:

Los problemas no desaparecerían junto con el presidente. Supongamos que Andrés Manuel se muere hoy en la noche. ¿Cómo amanecería el país al día siguiente? ¿Las personas despertarían de su hipnosis y proclamarían al primer sorbo de su café matutino que aman a Peña, que Anaya tiene carisma y que quieren un nuevo Pacto por México? Por supuesto que no.

Por el contrario, si Obrador se muere, incluso por causas evidentemente naturales, la desconfianza de las personas en el “sistema” y la “mafia del poder” derivaría en la certeza casi inmediata de un atentado, que en el peor de los casos resultaría en violencia a gran escala e incluso en el escenario más moderado tanto a la opinión pública como el propio Movimiento Regeneración Nacional tenderían a buscar opciones más radicales hacia la izquierda, para mantener la cohesión, en especial porque en momentos de incertidumbre el ímpetu de los fanáticos se vuelve decisivo ante la duda de los moderados.

Así que, en una situación como la que describí al inicio del artículo, bien podríamos dormirnos una noche con AMLO como presidente, para amanecernos con la noticia del nuevo presidente Noroña.

Peor tantito, ante un escenario de elecciones extraordinarias, nos encontraríamos políticamente indefensos, porque los partidos se han burocratizado hasta el punto de quedar inertes, porque los líderes de la “sociedad civil” lo son solo de su bolita de amigos en Polanco, porque las cámaras empresariales se han olvidado de lo que implica asumir un liderazgo más allá de sus temas, porque las voces de la oposición, social y partidizada, en términos generales simplemente no hablan el idioma del ciudadano normal, y mientras sus mensajes se sigan perdiendo en la traducción es punto menos que iluso soñar con ser competencia para la maquinaria corporativista que se construye desde ese mismo Palacio Nacional.

Por lo tanto, ¿Y si Obrador se muere esta noche? Estamos fritos.

Sí, hay que trabajar en contra de aquellas estrategias de Obrador que pongan en riesgo lo que hemos avanzado, pero esa es sólo la mitad de la lucha, porque la respuesta al dilema de nuestro tiempo no está en el huésped de Palacio, sino en la visión que construyamos de “nuestro México”.

Hablamos de una república moderna, libre y con estado de derecho, pero eso no enciende el ánimo, porque no se traduce en imágenes ni en sentimientos concretos.

Entonces ¿Cómo se ve nuestro México? ¿Por qué debería la gente tener esperanza en nuestro México? ¿Qué podemos proyectar que sea lo suficientemente poderoso como para que las personas resistan la tentación de los “apoyos sociales” y del cobijo autoritario que les ofrece Andrés Manuel? ¿Por qué habrían de afrontar las personas de a pie las dificultades inevitables en una lucha contra el nuevo partido de estado?

Tenemos que responder, y rápido, porque algo es seguro: Nadie está dispuesto a marchar -y menos a pelear o a morir a manos de la eventual represión oficialista- en defensa de los organismos autónomos, de las “reformas estructurales”, los consejeros del INE o de los sueldos del poder judicial.

Lo peor del caso es que, incluso a estas alturas, aquel diagnóstico de The Economist respecto al gobierno de Peña Nieto le sigue quedando justito a todo el consenso tecnocrático, ahora relegado a la oposición: No entienden que no entienden.

Mientras no entendamos, con o sin Obrador el país estará condenado.

¿Entenderemos?

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*Las opiniones vertidas en este artículo son responsabilidad del autor

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