La izquierda caviar, bajo un lenguaje de inclusión y buenas intenciones, sólo esconde una receta de ambición y fracaso.
Ojalá en el mundo bastaran las buenas intenciones y las palabras bonitas, pero no es así. En la economía, como en la naturaleza, hay ciertas leyes que simplemente no pueden romperse sin sufrir las consecuencias, y una de las grandes tragedias de la izquierda, particularmente en su variante caviar, es el hecho de que bajo un lenguaje color de rosa se esconde una receta de ambición y de fracaso, que al traducirse de la página a la vida termina afectando especialmente a las personas más vulnerables, replicando e incluso superando en el proceso los peores vicios de ese consumismo que tanto critican de dientes afuera.
Van un par de ejemplos fresquecitos de lo que sucede cuando el bello lenguaje de la izquierda, repleto de solidaria esperanza, aterriza en el mundo real, donde por más inclusivas, diversas y progresistas que sean, las personas siguen siendo tales, y la naturaleza sigue imponiendo su dominio, sin alterar sus leyes en misericordia de los esfuerzos “ecológicos”.
El primer ejemplo es el de la fiesta conocida como Burning Man, que desde su inicio, a mediados de los 80’s se ha convertido en uno de los mayores símbolos culturales del buenismo de la izquierda burguesa, reuniendo anualmente a más de 75,000 personas, entre las que se acostumbra contarse gente como el fundador de Tesla, Elon Musk, o el de Amazon, Jeff Bezos. Incluso apareció en los Simpson, concretamente en el episodio “Colocados y confundidos” de la vigésimo sexta temporada.
El Burning Man (hombre en llamas) atrae multitudes al desierto de Black Rock, literalmente en medio de la nada, para una semana de “arte”, música y desenfreno, que culmina prendiendo fuego a una gran figura humana, hecha de madera y de decenas de metros de altura. El festival está orientado con base en 10 principios, dentro de los que destaca la “Desmercantilización”, es decir: el rechazo a las transacciones y el consumo comercial, optando en su lugar una “experiencia de participación” y del regalar como forma superior de convivencia, mirando con desdén al mundanal ruido del dinero, obviamente previo pago de un boleto de $425 dólares en promedio (algunos llegan a costar hasta $1 200 dólares), más otros $80 dólares por un pase de vehículo, los cuales no incluyen comida o bebida de ninguna clase, lo que significa que una gran parte del costo es ganancia directa para los organizadores.
En los folletos, el Burning Man es una ventana a la utopía post-cristiana y post-capitalista, donde todos son bondadosos paganos conectándose con la espiritualidad del arte y de la naturaleza. ¿El problema? Detrás del disfraz buenoide, este festival se ha convertido en un ejemplo de las peores prácticas corporativas cuyos principios dicen rechazar.
Los rumores sobre las malas condiciones en el festival han corrido desde hace años, pero ahora la situación ha llegado a ser tan grave que hasta los propios progres se empiezan a escandalizar. Hace un par de meses, Salon.com, uno de los principales portales de línea izquierdista en los Estados Unidos, y al que nadie puede acusar de ser un defensor de las tradiciones capitalistas, publicó un muy amplio reportaje acerca del tóxico ambiente, las deplorables condiciones laborales y la hipocresía desatada en la organización del Burning Man, convertido ahora en una empresa multimillonaria, y no sólo millonaria en buenos deseos, sino en dólares.
En concreto, denuncian que existe discriminación de género en contra de las mujeres, malos tratos en general y una tasa de suicidios sorprendentemente elevada (proporcionalmente 10 veces mayor a la del ejército de los Estados Unidos) entre los trabajadores encargados de montar y mantener en funcionamiento la estructura logística que hace posible el evento. Empleados y voluntarios, muchas veces sin recibir pago alguno (seguramente porque el dinero es malo y el altruismo es muy bueno) laboran durante meses bajo las inclementes condiciones del desierto de Nevada, instalando líneas eléctricas, llevando equipo y limpiando después de la pachanga, a costa incluso de quedar ciegos en forma permanente. Caleb Schaber, empleado a tiempo completo y voluntario del festival, que eventualmente recurrió él mismo al suicidio, explica: “No ayudan a los empleados que se lesionan…sólo tratan de hacer que trabajen al máximo, dándoles lo menos posible, y luego los descartan.” Ricardo Romero coincide “vi a muchos compañeros ser despedidos por quejarse acerca del trato que reciben los trabajadores” o por enfrentarse a algún abuso al interior de la jerarquía, todo ello mientras que los directivos ganan unos bastante burgueses $200,000 dólares anuales, en dinero y no en abrazos.
* El segundo ejemplo es el monumental fiasco de las casas “verdes” construidas por la Make It Right Foundation, la organización de caridad del actor Brad Pitt para los damnificados del huracán Katrina, y que literalmente se están desmoronando a menos de 8 años de haber sido entregadas.
En su momento, la fundación presumió estas viviendas como “accesibles, de alta calidad, medioambientalmente sustentables” y seguras. Muchas víctimas les creyeron y pagaron $130 000 dólares a cambio de una vivienda que ahora han tenido que abandonar porque a las casas les están saliendo hongos y las tablas de madera que forman su estructura se están soltando. Eso sí, muy ecológicas.
De acuerdo con NBC, que al igual que Salon no es precisamente una cadena conservadora o antiprogre, los residentes se quejan de moho, fugas de gas y denuncian que el problema es que estas viviendas se construyeron con materiales de baja calidad y, peor aún, sin considerar las condiciones climáticas de Nueva Orleans. ¿Y la Make It Right Foundation? Desaparecida desde hace años.
Una vez más, cuando la fantasía de la izquierda caviar se topa con la realidad, el golpe es de antología. Cuando se apagan las llamas del burning man y se van las cámaras del equipo de relaciones de Brad Pitt –o de la celebridad de turno– la gente de a pie enfrenta una realidad incluso peor que la que vivían antes.
Mientras tanto, del otro lado del pueblo, sus benefactores beben champaña con aroma de frutas y “buenas conciencias”, sintiéndose muy buenos y condenado el malvado capitalismo, a medio camino entre la tercera de Patrón y la quinta de Moët. ¿Y para los demás? Sólo humo y hongos.
Personas libres y mercados libres
Wellington.mx
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