La película termina en sangre o en tiranía directa, en otros acaba en dictablanda y en crisis constitucionales, pero –eso sí– en todos termina en pobreza y decepción.
Esta semana el Senado aprobó con mayoría abrumadora el dictamen de reforma constitucional que incluye la figura de la revocación de mandato.
¿Qué sigue con esta reforma? Todavía tiene que regresar a la Cámara de Diputados y obtener el respaldo de la mayoría de los congresos locales, pero en vista de las mayorías de Morena y sus aliados, es básicamente seguro que la reforma constitucional estará promulgada antes de fin de año.
Pareciera ser una buena noticia, pero en realidad se trata de una maldición autoritaria disfrazada de espacio para la democracia, y aquí le explico por qué:
Primero. Es el siguiente paso en una estrategia bien planteada para reducir las certezas institucionales y anular los contrapesos al presidente. Obrador tiene sometidos a los tiranos en pijama de la Suprema Corte, tiene controlado al Legislativo como no se había visto en el último cuarto de siglo y ha lanzado una campaña de desgaste contra los organismos autónomos. Ahora debilita a los gobernadores, poniéndoles encima la espada de Damocles de una revocación de mandato que sólo puede obtenerse a través de los recursos corporativos del gobierno federal. Incluso si no logran “revocar” a un gobernador incómodo, la mera incertidumbre y la polarización que acompaña a un proceso de este tipo serán suficientes para descarrilar a ese gobierno estatal.
Segundo. Sí abre una puertita a la reelección. El hecho es que en términos generales la figura de la revocación estará de adorno, ya que los requisitos planteados para iniciar el proceso de revocación son tan altos (2.6 millones de personas que apoyen con todo e INE) que es casi imposible ponerlo en práctica sin tener la estructura del gobierno federal. Sin embargo, aun si se queda en el cajón, la reforma implica romper uno de los consensos más sólidos del imaginario político mexicano durante el último siglo: que los periodos de los presidentes son fijos. A pesar de todas las tropelías del priato, hubo una regla que no rompieron, la de la “no reelección”, porque la gente tiene muy fija la idea de que el presidente gana y gobierna seis años, después se larga.
La revocación es tenebrosamente genial; aunque no desafía directamente ese dogma antirreelección, sí lo erosiona al romper la idea de que el tiempo del gobernante es fijo, y una vez que la idea de la flexibilidad se convierta en el nuevo consenso, los gobernantes simplemente podrán manipularla hacia la reelección, dándole la vuelta a un dique que se sostuvo durante más de 100 años.
Tercero. Al debilitar la certezas institucionales, anular contrapesos y romper el único dique que contuvo a la presidencia imperial, el obradorismo está posicionando a su líder como un caudillo con poderes cada vez mayores, para (tarde o temprano) llegar a un país donde las decisiones estén directamente en manos del huésped de Palacio Nacional, y eso nos llevaría ya no a una dictadura de partido como lo del PRI, sino a una dictadura personal más parecida a las sudamericanas (tanto las de izquierda como las de derechas).
Cuarto. Esa película de la “revocación” y de “hay que demoler las instituciones con base en la supuesta voluntad popular” ya la hemos visto muchas veces. Sí, en Venezuela, en Bolivia, pero no sólo ahí. De hecho, es tentación no es algo nuevo: Desde la república romana, destruida por Julio César y sus secuaces con el pretexto de defender al pueblo. y hasta los totalitarismos fascistas, nacional socialistas y comunistas, o las repúblicas populares del siglo XX. En el peor de los casos, la película termina en sangre o en tiranía directa, en otros acaba en dictablanda y en crisis constitucionales, pero –eso sí– en todos termina en pobreza y decepción.
Fin.
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