Una condecoración vergonzante y un silencio oprobioso

El titular del Ejecutivo, quizá tanto como sus gobernados, cuenta los días que le quedan para dejar el poder; porque aunque se trata de una presidencia atípica, la pérdida de influencia y presencia que se experimenta hacia el final será igual que para cualquier otro en su posición.

Esa angustia por la separación del cargo, sin duda, es más acuciante en su caso, pues sus deseos no sólo de llegar sino de dejar una huella en la Historia eran más grandes que las de casi cualquiera que haya ocupado su puesto. Por eso, el coqueteo con la extensión de su mandato por la reelección —dardo envenado para él pues implicaría una posible candidatura de Calderón o cualquier otro expresidente vivo— y la búsqueda de la destrucción del INE.

Pero también se refleja en su admiración clara y abierta a los dictadores especialmente los de la izquierda latinoamericana de la vieja guardia. Si Díaz-Canel creyó que le estaba imponiendo la Orden Mexicana del Águila Azteca a él por su persona, se equivoca. El actual titular del Ejecutivo en su fuero interno condecoraba a Fidel Castro y al Che y su régimen de sometimiento y explotación de los cubanos.

Cabe señalar que Fidel Castro ya había recibido esta condecoración de manos de Miguel de la Madrid, en lo que se interpretó como un intercambio para que Fidel viniera a la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari, para que este tuviera la “bendición de la izquierda verdadera e histórica”. No olvidemos que la elección de Salinas en 1988 sí fue documentadamente fraudulenta y durante esta, el actual titular del Ejecutivo seguía siendo priista. Paradójico, es decir, lo menos.

En el caso de la condecoración a Díaz-Canel, que resulta tan vergonzosa para los mexicanos además cumple otra función muy personal para el titular del Ejecutivo y es dar un paso más en su frenesí de ser el líder de esa izquierda histórica. Los episodios de ese frenesí lo han llevado a dar total protección a Evo Morales y a intentar hacerlo con Pedro Castillo. Además, lo ha llevado a dar recursos económicos abierta y veladamente al régimen de Maduro —el fraude de Segalmex parece tener una vertiente venezolana— y obvio al de Díaz-Canel.

El episodio más reciente de ese frenesí es el anuncio de que encabezará una cumbre de “países progresistas” de Latinoamérica, donde la meta sería, como incluso en plena visita de Biden expresó, que se diera la completa unión del continente o por lo menos de México hacia el sur. Meta que desde la época de las Independencias fuera lanzada por Simón Bolívar y retomada cada que le hace falta a algún jefe de Estado de la región. Hoy toca al de nuestro país.

Eso de “países progresistas” tiene la clave de quienes serían sus miembros, y por supuesto, la Cuba de Canel; el Perú de Pedro de Castillo —no el actual que se debate en pugnas internas—, quizá la Colombia de Petro; y si rectificaran porque tanto la Argentina de Fernández como el Brasil de Lula parecen andar coqueteando con el malvado neoliberalismo —coquetear no es comprometerse, cabe aclarar—. Y por supuesto, la Nicaragua de Daniel Ortega tendrá un puesto más que especial.

Sí, esa Nicaragua de Daniel Ortega quien el pasado 9 de febrero desterró a 222 prisioneros, que incluyen a 7 opositores que buscaron derrotar en las urnas a Ortega. Los desterrados fueron llevados a Estados Unidos y al llegar se enteraron de que su nacionalidad nicaragüense se les había revocado, es decir, aterrizaron apátridas y no fueron informados de ello antes de abordar el avión. España se ha ofrecido a darles su nacionalidad, pero el abuso es más que patente.

En este caso de por sí escandaloso tiene otra cara todavía más injusta: la suerte del obispo Rolando José Álvarez quien se negó a abordar el avión y en juicio sumario fue condenado a 26 años y 4 meses de prisión por traición a la patria. En 2018, Álvarez y otros miembros de la Iglesia Católica fueron mediadores entre los miles de inconformes y el gobierno de Daniel Ortega. Este último acabó utilizando esa mediación para recuperar fuerza y actuar con mayor severidad contra todos los opositores e incluyó a los mediadores entre los detenidos cuando no asesinados. Desde entonces, Álvarez estaba en arresto domiciliario con otros religiosos. De estos abusos de poder inauditos y de la rampante vejación a los derechos humanos, el titular del Ejecutivo de nuestro país no ha dicho ni una sola palabra, por lo menos hasta el lunes.

Es evidente que ese silencio, así como el condecorar a Díaz-Canel que también ha reprimido con violencia a los opositores entre otros muchos crímenes contra la población, es elocuentemente oprobioso. Y tampoco se puede olvidar a los cómplices. En este asunto no sólo es condenable el actual titular del Ejecutivo sino el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard. Para condecorar a Díaz-Canel por ley se requiere el concurso del secretario y el modelo de silencio y omisión ante lo sucedido en Nicaragua ha sido seguido a pie y juntillas.

Todo esto nos debe alertar como ciudadanos, invitar a la reflexión sobre quiénes nos gobiernan o quieren gobernarnos en unos años, con qué sueñan en realidad y motivarnos de nueva cuenta a defender las instituciones que por lo menos hasta hoy han contenido de manera eficiente las ganas de perpetuarse en el poder y defender aquellas, como el INE, que nos permiten que el rumbo de México sea definido por millones de votos y no por la voluntad de uno.

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