Es muy difícil poner de acuerdo a la mayor parte de los mexicanos, pero al parecer el tema de los libros de texto está logrando ese cometido. Las razones para el rechazo son variadas; pero en el fondo hay un elemento común: se impusieron tramposa e ilegalmente excluyéndose a todos de la oportunidad de contribuir a que el sistema educativo mexicano sea el que asegure que los niños y niñas mexicanos de hoy tengan las bases para desarrollarse con plenitud.
La tormenta de reacciones ha sido disímbola ya que han incluido acciones legales de la Unión Nacional de Padres de Familia respaldadas por el Poder Judicial; la decisión de varios gobiernos de estados de no utilizar los libros; los múltiples desplegados de diversas organizaciones de la sociedad civil enfocadas en el tema incluyendo a la Academia Mexicana de Ciencias y la Conferencia Episcopal Mexicana; firma de peticiones en varias plataformas; un parlamento abierto en el Poder Ejecutivo; cientos de entrevistas a especialistas en todos los medios y, por supuesto, la desafortunada quema de libros ocurrida en una comunidad tzotzil en Chiapas.
Esta efervescencia tiene rasgos positivos, sin embargo, como ha ocurrido en otras muchas ocasiones corremos el riesgo de que se desvanezca y el tema desparezca de la agenda. No podemos permitirlo porque los planteamientos de la Nueva Escuela Mexicana plasmados también con toda clase de irregularidades sí van a causar un rezago en la ya de por sí maltrecha educación mexicana y el daño podría extenderse por generaciones.
La educación en el país nunca ha estado a la altura porque no se ha entrado a fondo el debate. Medianamente, se intentó en el sexenio pasado cuando luego de las reformas a finales de 2013 en lo que se conoce como la Reforma de Peña, se lanzaron foros de discusión que por dos años trabajaron para delinear un modelo educativo que se concretó en el Plan y Programa de Estudios publicados en 2017, sin embargo, no toda la sociedad se involucró. Ese plan y programa fue la base para la elaboración de los libros de texto anteriores, los cuales no se concluyeron. Todavía hasta el ciclo escolar pasado había libros que correspondían al programa establecido durante el gobierno de Calderón. Pocos notaron ese desfase porque pocos miran con atención a la educación.
En pocas palabras, lo propuesto planteado en el sexenio anterior nunca se concluyó del todo y, tampoco, se evaluó su pertinencia; simplemente se abrogó a inicios del sexenio al cambiar el artículo tercero y la Ley de Educación. El efecto inmediato fue la desaparición tanto de los planes de capacitación a docentes como de la evaluación educativa, porque eso se había pactado con el Sindicato y se asumió que sería celebrado por los profesores, pues les bajaba el nivel de exigencia. Y hubo tres años de incertidumbre, intentos fallidos y luego unos libros que satisfacen a pocos, que llegan a los profesores sin capacitación y que omiten ejes educativos básicos.
Este contraste entre la “lentitud” del sexenio pasado con el actual, es significativo porque por una parte evidencia nuevamente que el gobierno actual entró dispuesto a dinamitar lo existente sin miramientos; y por otra parte acabó proponiendo precipitadamente —luego de ignorar la pandemia y sus efectos severísimos en la educación— algo que no va a funcionar porque se hizo con fines ideológicos, planteando un cambio radical sin gradualidad, con escasa competencia profesional, de espaldas a los especialistas y a la sociedad, y a la ley, a la ley aprobada en este sexenio y promovida por el mismo gobierno.
Si bien este patrón de dinamitar y proponer algo peor se ha dado en todos los campos de gobierno, en este los efectos dañinos serán los más catastróficos porque hunden todavía más a millones de niños y niñas que no tendrán los conocimientos ni estarán desarrollando las competencias que se requieren para ser ciudadanos productivos.
Hay que subrayar, además, que incluso si se hubiera continuado con los planes y programas del sexenio pasado con la velocidad a la que se está moviendo el mundo digital con la Inteligencia Artificial, estaríamos llegando tarde. Eso, finalmente, es lo más terrible y doloroso de este panorama: estamos atrasando a los niños y niñas mexicanos justo en el momento en que el mundo comienza a girar a una velocidad todavía mayor.
Si en otros temas, con un gobierno diferente en el siguiente sexenio se puede apostar a retomar el rumbo con cierta facilidad y en pocos meses, en la educación las apuestas son a veinte o treinta años. Por todo lo anterior, la sociedad mexicana esta vez no puede darse el lujo de que la discusión en torno a la educación pase a segundo plano. Enfrentamos un desafío inédito en la historia: tenemos que encontrar la manera rápida de subsanar el rezago que están viviendo los millones de niños y niñas que hoy están en las aulas porque no los podemos dejar atrás y además, tenemos que lograr plantear colectivamente una propuesta que partiendo de un verdadero humanismo asuma los retos tecnológicos y laborales para delinear qué queremos lograr con la educación, quiénes deben estar involucrados, cuánto estamos dispuestos a invertir y cómo debemos instrumentar lo que queremos y cómo evaluaremos el avance.
Sin duda, es un desafío inédito en la historia de México, pero si en algo los mexicanos nos hemos distinguido es en nuestra actitud antes los grandes desastres. Si hemos sido capaces de cargar piedras para sacar a nuestro vecino, ¿qué no haremos por sacar adelante a esta generación y a las venideras? Pero para hacerlo debemos asumir desde ya, el tamaño del desastre y no soltar el tema hasta que hayamos construido un sistema educativo a la altura de nuestros niños y niñas.
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