Definir un programa serio de gobierno va de la mano con definir estrategias comunicativas efectivas.
En dos años, llevaremos un mes sabiendo quién ocupará la presidencia de México por otros seis años. La vieja tradición priista de “el que se mueve no sale en la foto” se rompió hace muchas décadas, los últimos cuatro presidentes comenzaron sus campañas informalmente años antes. Fox y Calderón unos dos o tres años, Peña Nieto estuvo en el ojo de la sucesión durante todo su periodo como gobernador de Edomex y el actual rompió todos los récords, pues básicamente desde que inició su periodo como jefe de gobierno empezó a “tirarle a la grande” y le tomó tres intentos lograrlo. Fuera de Calderón, los otros tres llegaron desde partidos que en ese momento estaban en la oposición.
Aunque algunos lo duden, esos movimientos hablan de un equilibrio democrático que es comparable con cualquier país con libertades. Se puede hablar sobre diferencias importantes en cuanto a los financiamientos permitidos o no en cada legislación y si se usa un cargo para obtener exposición suficiente para el siguiente; pero en el fondo es así en casi todas las naciones donde el voto es el responsable de la sucesión presidencial.
Todo eso hoy no cuenta para México. Pues nuestro país vive una curiosa situación histórico-política de un presidente cuyo ejercicio de poder es irregular; puesto que no lo usa para combatir frontalmente al crimen organizado y sí para concentrar toda su energía en tres proyectos bandera; en otras palabras usa el poder para su promoción personal montado diariamente en una escenografía y complementando con actos casi circenses como el derroche de “espontaneidad” de los trabajadores de Pemex en el evento de Dos Bocas. Ese “estilo personal de gobernar”, como calificaba don Daniel Cosío Villegas a los modos de ejercicio de poder sobre todo en el priismo hegemónico, también incluían la sucesión.
El “estilo personal” de la sucesión se ha definido, refiriéndose a sí mismo como “el destapador” y a sus posibles candidatos como las “corcholatas”, denostando así que espera una sumisión extendida y da por sentado que quién sea designado como candidato de Morena ganará de facto. En eso no difiere de la confianza de que su partido ganaría la siguiente elección que tenían los presidentes priistas antes de la transición democrática. Sí difiere de los priistas en que se siente tan seguro en su puesto, que no sólo tiene el desplante de usar un despectivo “corcholata” sino hacerlo ya desde la elección intermedia. Y en su juego de soberbia ha invitado a que desde la oposición también se destapen.
El primer problema con la oposición es que es oposición, es decir, se mete en ella de manera amorfa a cualquier “en contra de” o “fuera de Morena”. El mismo concepto de “oponerse” los ubica en una posición de inferioridad incluso a la Alianza por México. Y lo más paradójico es que la ciudadanía está sedienta de que se dejen de comportar así. Los aplausos cosechados por el rechazo a la retrograda Reforma Eléctrica o la Moratoria Constitucional no han construido el inicio de una actitud más combativa y consistente. La ciudadanía escucha puros “no”, y uno que otro “vamos a cerrar lo que hizo éste” que básicamente usar fuego (o cerillito) para contrarrestar el incendio que vemos.
El segundo problema es que se nota una desesperación por la ausencia de un liderazgo que en verdad despunte. Esta situación también está motivada por el complejo de oposición, se parte de buscar a quien pueda contrarrestar a la poderosa figura que hace cuatro años (luego de 18) se volvió un huracán.
Contra eso, es muy difícil luchar es cierto. Y los pocos que despuntan ya sea por decirlo abiertamente o porque los candidatean no resultan especialmente atractivos hasta hoy por varias razones: algunos ya son cartuchos quemados, Ricardo Anaya no levantó hace tres años, es poco probable que lo haga ahora. Otros son “apellidos”, no personas como es el caso tanto de Enrique de la Madrid como Luis Donaldo Colosio hijo. Hay algunos más como Alejandro Murat que extraña se lancen diciéndose “avalados” por su buen ejercicio de gobierno cuando los habitantes de su estado decidieron que su sucesor sería de otro partido. En un caso particular está José Romero Hicks quien tiene un interesante currículum en cuanto a su desempeño partidista y como gobernador de Guanajuato; pero que básicamente desconocido fuera del círculo rojo.
El México que rechaza el populismo está hoy frente un panorama complejo en el que se debe rebasar al actual gobierno por dos carriles: en la definición de lo que sí se quiere y en la selección de quién puede encabezarlo y eso para ganar a una ciudadanía todavía más decepcionada que la votó hace cuatro años, más crítica que la que enfrentaron los gobiernos anteriores; pero quizá más dispuesta a hacer ese esfuerzo que nos permita reconstruir sobre bases más sólidas el futuro. Es posible que esta ciudadanía sea una que por fin haya superado el deseo de tener un “gran tlatoani” que resuelva de manera mágica los problemas sin compromiso de los ciudadanos.
Definir un programa serio de gobierno (ojo, programa de gobierno no promesas electorales) va de la mano con definir estrategias comunicativas efectivas para dejar atrás ese complejo de inferioridad tan arraigado hoy en “ser oposición” y así transitar a ser la opción eficiente, capaz, inteligente, resolutiva y a la altura del país que a futuro queremos ser.
En teoría, y si la política fuera un acto puramente racional un programa así podría encabezarlo casi cualquiera; pero lo cierto es que para llevar a la gente a las urnas se requiere también una conexión emocional que pasa por el carisma. Si la sociedad ha madurado y como se decía ya no anda en la busca del “solucionador mágico”, será relativamente fácil que pronto haya alguien que quizá no será el candidato fantástico y derrochador de encanto; sino una persona que con la cabeza en alto se muestre capaz de liderar un esfuerzo colectivo que atraiga por su programa y por la convicción de que es posible llevarlo a cabo. Y quizá con eso baste.
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