El fin formal de la pandemia implica la conclusión en Estados Unidos, el 11 de mayo, del llamado Título 42 que es un apartado de la Ley del Servicio Público que permite detener la entrada de personas para prevenir la difusión de una enfermedad, en este caso el COVID-19. Esta regulación facilitaba la expulsión de migrantes ilegales sin mayor trámite. Por eso, se ha interpretado en grandes zonas de América Latina que las dificultades para los migrantes que logren ingresar a Estados Unidos, aunque desde el gobierno mexicano y el estadounidense se ha reiterado que no es así.
En este marco, el titular del Ejecutivo recibió el 2 de mayo a Elizabeth Sherwood-Randall y este tema fue central en la agenda; y a raíz de esa entrevista en los días posteriores se manejaron cifras alegres y nada precisas sobre el aumento de visas y permisos para los migrantes por parte de Estados Unidos, según anunció el canciller Ebrard; pero a la vez subrayaron que el acceso no se va a facilitar.
Se ha recurrido, además, a “avisar” que los coyotes están queriendo sacar provecho; pero sin tomar ninguna medida extra ante el previsible incremento. La declaración literal del titular del Ejecutivo fue: “Estamos pendientes nada más, pero tenemos el mismo plan que se ha aplicado en otras ocasiones al ver que es servicio médico, cuidar lo del transporte, decir también a la gente, a los transportistas, que hay quieren sacar raja también rentando tráileres”.
Esta declaración resulta significativa porque muestra lo limitado del “plan” con el que se está atendiendo a los migrantes, sobre todo, desde que se dio un giro de 180 grados al pasar de invitar a los migrantes a venir al país como se hizo justo en los primeros meses de gobierno hasta doblegarse y destinar más miembros de la Guardia Nacional a la contención de los migrantes que los que se destinan a cuidar la seguridad interna.
Las limitaciones de este plan también fueron evidentes ante la tragedia del incendio de la estación migratoria de Ciudad Juárez hace poco más de un mes, y que deberían haber traído como consecuencia por lo menos la destitución (ya que no hubo renuncia) del titular del Instituto Nacional de Migración, Francisco Garduño Yánez.
Por último, la declaración también destaca otro rasgo característico de este gobierno: la ineficacia ante la realidad, pues todo apunta a que sí habrá un aumento real en el flujo de migrantes —en Estados Unidos hasta en Nueva York están tomando previsiones— y si llegan a tomar medidas será cuando el problema nos haya desbordado tanto porque ingresen más por la frontera sur como porque Estados Unidos seguirá regresando a los migrantes a nuestro país.
Sin lugar a dudas, el fenómeno de la migración es una de las situaciones más complejas que debe enfrentar nuestro país, pues por una parte hay una alta dosis de hipocresía cuando por años se levantaron quejas por la forma en la que los mexicanos que cruzan la frontera son tratados en Estados Unidos. Hoy estamos reproduciendo muchos de esos comportamientos de desprecio y de atentar contra su dignidad.
Es fácil acusar a los migrantes del Centro y Sudamérica (entre muchas otras nacionalidades) de estar cometiendo un acto ilegal al cruzar las fronteras sin cumplir con los requisitos legales pero detrás de cada caso hay una serie extremadamente compleja de razones para arriesgarse a un viaje con un sinfín de peligros y escasas certezas. Algunos de ellos en verdad abandonan su lugar de origen porque su vida está en verdadero riesgo, y ese grupo quizá mueva más a la compasión si es que se tuviera la oportunidad de distinguir esos motivos con tan solo verlos. Pero los que vienen solamente movidos por el deseo de una vida más próspera: ¿difieren mucho del mexicano promedio que aspira justo a lo mismo? ¿O del “mojado” que se va a lograr el “american dream”?
Hemos creado un círculo vicioso en el tema de migración y tenemos que empezar a romperlo. El primer paso es entender que hemos dejado de ser mayoritariamente un país expulsor de migrantes (hasta antes de la pandemia los números de mexicanos que pasaban caían en vertical) y que hoy somos un país receptor de ellos. Esto implica ajustar políticas y destinar presupuesto para su atención de manera adecuada, lo que permita a su vez amortiguar el impacto y la presión en las zonas de cruce.
El segundo paso que implica este cambio de paradigma se da justo en un momento en el que puede ser una buena noticia contar con migrantes, si tuviéramos una visión integral y de largo plazo por las oportunidades que el nearshoring está abriendo. Si el país trabajara de la mano con Estados Unidos para apuntalar bien esta tendencia y sacarle todo el provecho, se prevé que la oferta de mano de obra sería insuficiente de cubrir por los mexicanos, es decir, habría oportunidades de empleo para los migrantes.
Claro para que los migrantes cambiaran la idea de su destino y renunciaran a ir a Estados Unidos, el país debería también ofrecer mayores condiciones de seguridad, acceso a vivienda, atención a la salud, a educación y a mejor futuro para los hijos, lo cual, claro, con esos cambios los mexicanos también estaríamos más felices.
Este escenario que puede sonar utópico no existe hoy ni siquiera en una versión más alcanzable. Y posiblemente con el actual gobierno federal tampoco existirá; pero la coyuntura está ahí y los pasos para lograr que un positivo para la prosperidad de los mexicanos que pueda incluir a los migrantes se pueden comenzar a dar por parte de gobiernos locales y de la iniciativa privada. Pero lo más importante es que como mexicanos adoptemos una mirada más humana y más comprensiva con nuestros hermanos migrantes.
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