No sólo de símbolos vive una nación

Se dice que hay actores consagrados que se han negado a hacer películas con niños o con animales por el riesgo de que les roben el protagonismo. Pues algo así fue lo que sucedió el sábado 18 de marzo, cuando la cobertura de otro “homenaje personal” al titular del Ejecutivo, fue robado por otro evento aunque con el agravante de que fue la quema de la efigie de la presidenta de la Suprema Corte. Pero no fue sólo eso.

La conmemoración del 85 aniversario de la expropiación petrolera buscaba por una parte mostrar músculo luego de la histórica concentración del 26 de febrero a favor del INE, y por otra, atrapar el simbolismo de Pemex como supremo ejemplo de la soberanía mexicana, simbolismo que para bien o para mal, correcta o incorrectamente, se le ha atribuido y que hoy es menos compartido por el grueso de la población. Sin embargo, el intento de asumirse como nuevo protagonista y heredero de ese simbolismo fue descarado; en la primera imagen usada para invitar el elemento central era la cara del titular del Ejecutivo —de delitos electorales ya ni hablamos—, luego se “rectificó” y se puso en una muy extraña superposición, a Lázaro Cárdenas pero sin que el rostro del titular del Ejecutivo se hubiera movido del centro de la imagen. Por otra parte, la ausencia de los descendientes del general y el anuncio de la renuncia del nieto a su puesto en el gobierno actual también abonan a esa “personalización” en la que se intenta decir que ya sólo cabe el actual titular del Ejecutivo.

El evento resultó fallido en sus formas, ya que de entrada el superar numéricamente a la ciudadanía no fue posible, aunque los números del gobierno de la ciudad trataron de vender esa idea. Además, fue claro que la espontaneidad y la libertad ciudadana para ir por sus propios medios no tuvo paralelo, y tampoco la réplica en más de 100 ciudades. De igual modo, el énfasis en una amplia sección con sillas las cuales no sólo restaban “espacio a llenar” sino que actuaron como una especie de contra-símbolo ya que el discurso contra el clasismo, el fin de los privilegios y la preminencia del “pueblo bueno” se estrella contra esas imágenes.

Asimismo, el haber quitado la bandera tanto el 26 de febrero como el 8 de marzo y que ahora sí estuviera presente también es señal, paradójicamente, de ese mismo fracaso porque cuando un gobierno intenta manipular los símbolos nacionales como una propiedad personal las más de las veces acentúa que está perdiendo terreno, más que lo contrario.

No se puede obviar que la quema de la efigie de la ministra presidente en sí misma es un hecho condenable porque simboliza un grado de intolerancia terrible, y en este caso evidencia hasta donde se ha llegado el odio a su persona por el simple hecho de estar al frente a la Suprema Corte y por actuar de acuerdo con su puesto. Pero el único responsable de la generación de ese odio es el titular del Ejecutivo, y por eso es todavía más significativo que le haya robado el ansiado protagonismo. En la siguiente mañanera, en completa coherencia con su estilo personal de victimizarse con mentiras incluso, tibiamente condenó el hecho e inventó quemas ocurridas en los eventos en la defensa del INE.

El humo de la quema también sirvió para distraer del fondo del discurso de ese día. El cual si bien no se apartó de las mentiras sistemáticas como afirmar con todas sus letras que la “en nuestro mandato se combate la corrupción” —siempre que no sea de mis favoritos— “existe un gobierno austero” —siempre que se descuente que vive en Palacio o que armó ahí mismo una terapia intensiva para cuidarlo del COVID— “no han aumentado, no se han incrementado los impuestos, no ha aumentado el precio de las gasolinas ni del diésel, el gas y la luz” —siempre que no te fijes en cuánto más pagas— o la que será seguramente otra promesa vana: “el año próximo no vamos a comprar gasolina ni diésel, ni otros petrolíferos en el extranjero”. También hubo frases que recuerdan que se le da más la campaña que la gobernanza, pero que la ciudadanía libre no debería pasar por alto como fueron “sostengo que hagan lo que hagan, no regresarán al poder los oligarcas” —hasta la clase media es oligarca para el discurso de este gobierno— así como el recuento de cómo Cárdenas se vio obligado, según él, a elegir como sucesor a un moderado, Ávila Camacho, para complacer a la derecha implicando que él no hará eso. 

No se trata de leer más allá de lo que dijo, pero este gobierno se ha caracterizado más por querer conquistar los simbolismos históricos que por construir realidades. Pero siempre fue así y subestimarlo llevó a su triunfo. Es que a veces se olvida el actual titular del Ejecutivo usó más la falsa banda presidencial, símbolo inequívoco del presidente en México, cuando se proclamaba “presidente legítimo” que lo que la ha usado la verdadera desde que es en efecto el presidente constitucional; no se la ha puesto en ocasiones que el protocolo lo manda como al recibir a mandatarios de otros países. Le gusta más representar un símbolo, que trabajar con la realidad.

Esto no es gratuito, de hecho es consistente con el intento de engrandecer simbólicamente su presidencia intentando redefinir todo para inflar un simple sexenio como una transformación. Y lo que seguirá siendo el discurso dominante, como lo dijo el sábado, es que buscará que haya continuidad. Y aunque el titular del Ejecutivo es sin duda hábil en este terreno, los ciudadanos deben recordar primero que los símbolos sólo prevalecen cuando en verdad representan algo real y cuando la sociedad les da cabida.

Por lo cual, es imprescindible que los mexicanos que anhelan un mejor país que presionen a los partidos políticos —no hay de otra en el sistema actual— para adoptar un posicionamiento que no sea eco de los simbolismos de este gobierno, sino al contrario que se enraíce en la realidad con sus claroscuros y que se alimente de las propuestas concretas, estudiadas y realistas de la ciudadanía. Es posible lograr la victoria, porque una nación no vive de símbolos, al contrario, los símbolos sólo viven si una nación les da sustento con su realidad.

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