La sistemática renuncia a actuar

En unos días se cumplirá un mes de la revelación de la masiva filtración de información del grupo denominado Guacamaya. Los primeros documentos específicos fueros dados a conocer por Latinus en voz de Carlos Loret. Al contrario de lo que es su costumbre de descalificar todo, y contrario al sentido común porque confirmar daría validez a todas las revelaciones posteriores, el titular del Ejecutivo aceptó de inmediato que en lo referente a su salud todo era cierto. Desde entonces, no sólo las revelaciones se han incrementado sino las ganas de apagar los cuestionamientos o tratar de acotarlos a la cuestión de la salud, que es lo menos trascendente.

Así ha ocurrido en varias ocasiones, siendo una de las más relevantes cuando el 19 de octubre, la periodista Sara Pablo aprovechó la presencia del Luis Cresencio Sandoval, secretario de Defensa Nacional, para tratar de cuestionar: “¿Qué se ha hecho con esta información? Han surgido una cantidad innumerable de cables. Se habla de funcionarios locales que han tenido nexos con el crimen. La Sedena, ¿qué hacía con este tipo de información? ¿Se la pasaba a los procuradores? ¿Se abrían carpetas de investigación?”. El titular del Ejecutivo no soltó el micrófono y durante varios minutos buscó decir que el tema ya estaba muerto, que era un fracaso periodístico; dijo incluso: “La guacamaya que se volvió zopilote”.

El 24 de octubre repitió, aunque a raíz de los pleitos entre Layda Sansores y Ricardo Monreal en torno a audios filtrados: “La guacamaya, que se volvió zopilota, no eso no funciona, no afecta”. En redes, por supuesto, no pasó desapercibida desde la primera ocasión el uso de “zopilote/zopilota” al ser uno de los muchos motes su esposa en redes.

Más allá de las anécdotas, el deseo de desactivar el tema es clara señal de que el tema es sensible y seguirá generando material para cuestionar. El hackeo en sí mismo muestra muchas aristas desde la posibilidad de que se haya dado por exceso de austeridad al cortar fondos a la compra de software de protección; por ineficacia en los básicos de ciberseguridad; o por una acción interna —como sugirió el senador Germán Martínez— hasta lo grave de que la institución que hoy es responsable de toda la seguridad nacional haya sido contundentemente evidenciada. Pero lo señalado por la reportera e ignorado por la diatriba usual es un asunto medular que no se debe dejar pasar: ¿Qué se hacía con ese tipo de información?

Es evidente ahora que Fuerzas Armadas sí cuentan con mucha información de inteligencia sobre los lazos de crimen organizado, sus posibles nexos con figuras tan relevantes como el secretario de Gobernación; pero también con otros mandos menos relevantes, así como indicios sólidos sobre actividades que células del crimen harían que luego ocurrieron. Pero al parecer, como el silencio y la inacción al respecto parecen mostrar, no se ha trabajado en conjunto con las fiscalías estatales o con general, ni tampoco se sabe de carpetas de investigación que se hayan abierto a raíz de esas variadas informaciones.

Esta inacción tiene dos vertientes. En una de ellas, resulta preocupante si las omisiones en actuar en situaciones puntuales hubiesen resultado en la pérdida de vidas humanas tanto de efectivos de las Fuerzas Armada como de los mismos delincuentes, o de los inocentes que en número creciente han fallecido por estar en el lugar incorrecto.

La segunda vertiente, que en lo inmediato no estaría manchada de sangre, apuntaría a que se ha decidido dejar pasar, de alguna manera aceptar, un sinfín de delitos. En otras palabras que la autoridad sería la primera promotora de la impunidad al no actuar en consecuencia incluso cuando se tienen evidencias suficientes para iniciar una causa judicial.

Estas omisiones para iniciar causas judiciales no son nuevas en este gobierno, de hecho, son su modus operandi. Por ejemplo, la total ausencia de carpetas de investigación sobre la corrupción rampante que se presumía había en la construcción del Aeropuerto de Texcoco. Además de la promesa incumplida de presentar en diez días las pruebas de los malos manejos que justificaban la desaparición de los fideicomisos a finales de 2020. En estos casos, se puede argumentar que se trataba de acusaciones sin fundamento y que por tanto no se podían sustentar las posibles denuncias.

En el fondo, tanto la omisión en los casos donde sí hay suficientes indicios para actuar como el sustentar acciones en falsas acusaciones son lo mismo: la renuncia a considerar que las leyes deben ser cauce y la guía de las acciones gubernamentales. Es cierto que habrá leyes injustas o que no van acorde con la ley natural, no faltará quien promovería la desobediencia a esas leyes específicas en el caso de los ciudadanos. Pero las autoridades electas no tienen esa excusa ni esa salvaguarda al ser precisamente autoridades que al tomar posesión de sus cargos lo hacen con un juramento personal de “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen”, además porque las autoridades de todos los niveles son las garantes de la certeza jurídica que cualquier nación necesita para funcionar medianamente bien.

Hay frases que definen sexenios. Aquella de “no me vengan que la ley es la ley” dicha el 6 de abril de este año y dirigida ni más ni menos que a los ministros de la Suprema Corte de Justicia, sin duda, sintetiza todavía mejor que “abrazos, no balazos”, lo ocurrido en los primeros años de gobierno; pero la magnitud de esa omisión sistemática a actuar tanto en el terreno como en la judicial para combatir al crimen organizado y a la corrupción real y patente de este sexenio será definida por el hackeo de Guacamaya.

En ese mismo tono, la falta de contundencia de los opositores en subrayar esa parálisis y de los miembros de los partidos de oposición del Poder Legislativo para siquiera denunciar ardientemente la gravedad de la omisión asimismo resulta altamente significativa. Los ciudadanos debemos tomar nota tanto de la inacción de las autoridades como del silencio de los opositores.

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