Ante esta caótica situación, el papa Francisco lanza un llamado sereno y amoroso, pero firme y sólido, a recapacitar y modificar la actitud de cada quien ante lo que afecta a todos en conjunto.
Las crisis, dicen los que saben, hacen aflorar lo mejor de las personas, pero también sacan a la luz lo peor de ellas. La situación que vive el mundo como consecuencia de la pandemia de COVID-19 no escapa a ese axioma.
A partir de una miope visión que lleva a algunos a pensar que todo volverá a ser como antes, los grupos y las personas tienden a buscar la manera de sacar provecho personal o gremial de la situación que está padeciendo el planeta.
Así surgen expresiones que van desde la intención oculta hasta el descaro total, pasando por aseveraciones cínicas, como aquella según la cual la crisis por la pandemia les viene a ciertos gobiernos como un anillo al dedo.
En todo el mundo las guerras se recrudecen, el rechazo hacia quienes menos tienen –los más afectados siempre– se vuelve mayúsculo, se cierran las fronteras, no pocos gobernantes apelan desde el pedestal del populismo a un nacionalismo mal entendido para combatir la migración, la economía se tambalea por la ambición de unos pocos y las opiniones políticas, económicas y sociales se polarizan.
Por si no bastara, mientras todo eso ocurre, debido a la negligencia de quienes aun en los peores momentos procuran su provecho o el de su grupo, las condiciones ambientales del planeta se deterioran de modo creciente.
Y ante esta caótica situación, el papa Francisco lanza un llamado sereno y amoroso, pero firme y sólido, a recapacitar y modificar la actitud de cada quien ante lo que afecta a todos en conjunto.
En su reciente encíclica Fratelli tutti (“Hermanos todos”) el Sumo Pontífice hace un vibrante y emotivo llamado a la humanidad.
Subraya la necesidad de enfocar la acción en dos puntos principales: la solidaridad, que lleve a todos los seres humanos a mirarnos como hermanos, como familia, como a nosotros mismos, y el cuidado del medio ambiente como condición indispensable para preservar vivo el hábitat que compartimos todos, nuestra casa común.
Invita a una solidaridad capaz de suprimir los separatismos, las polarizaciones, las luchas hegemónicas, para crear así un movimiento mundial, universal, que respete los derechos y la dignidad de todas las personas y de cada una de ellas. Y advierte que quizá sea ese el único camino transitable.
Es un llamado para todos. También para los mexicanos, que debemos ser capaces de superar las provocaciones divisionistas que, por desgracia, nacen también en los más altos círculos del mesianismo nacional.
El camino no es la división. Tampoco la búsqueda de la gloria partidaria o de los planes clasistas y utópicos. El camino es la solidaridad, la búsqueda universal del bien común, desde la trinchera personal del bien ser y el bien hacer.
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