La publicación en el Diario Oficial de la Reforma al Poder Judicial por parte del titular del Ejecutivo —incluso evadiendo una moción de no hacerlo— y la publicidad del hecho con un video donde la presidenta electa aparece a su lado callada, con una sonrisa difícil de leer que acaba convertida en un rictus extraño nos llevan a un escenario inédito porque la historia nunca se repite por más que eso se quiera creer. Los factores económicos y de cambio social que hoy se viven en México y en el mundo son diferentes de la época del Maximato o de los años setenta, y hay un factor que con frecuencia se deja fuera al tratar de forzar los comparativos: el crimen organizado.
El término crimen organizado en sí mismo resulta ser un tanto engañoso, pues el adjetivo “organizado” que busca distinguir algún crimen esporádico o fruto de las circunstancias, sin embargo, hoy parecería indicar que son un solo grupo con intereses “organizados”. Por el contrario, se trata de muchas células con amplios tentáculos que se han ido infiltrando en todas las regiones del país con mayor o menor presencia evidente. Hay comunidades donde se vive una especie de simbiosis donde los grupos del crimen presentes han gestionado acciones de bienestar o de defensa que suplantan a las acciones del Estado, pero que le han granjeado el aval de la región. En otras, se ha dado un lento pero efectivo sometimiento de todas las actividades económicas y los habitantes han perdido la libertad de moverse, de vender, de salir, etc. En otras, las poblaciones son víctimas de fuegos cruzados que los han llevado a abandonar sus hogares.
El abanico de situaciones dañinas que se vive en el país se ha extendido este sexenio. Nadie pretende decir que el germen de estos males no se puede rastrear décadas atrás y ni que autoridades locales también tienen responsabilidades. Sin embargo, para nadie es un secreto que en estos seis años ha sido clara la renuncia a actuar como gobierno, es decir, poner primero a los ciudadanos y su seguridad. La tristemente célebre frase “abrazos no balazos” —adaptada de una carta escrita en la guerra de Independencia— ha quedado despojada de su falso barniz humanista —que engañó a algunos que en el mejor de los casos merecen el adjetivo de ingenuos— para quedar expuesta como la punta de iceberg de un pacto de no agresión con diversos criminales porque se han recibido y se siguen recibiendo beneficios de todo tipo que han ayudado a apuntalar a este régimen.
Pero como cualquiera que haya visto cualquier película o serie de gánster sabe: el pacto con el crimen nunca sale bien, aunque preliminarmente parezca que sí, porque siempre serán pactos viciados de origen y se debe pactar con muchos grupos que nunca quedan satisfechos. Además, si el Estado está involucrado, se desvirtúa todavía más pues altera la razón fundamental de la existencia de un Estado: proteger a los ciudadanos para que puedan desarrollarse en las mejores condiciones para el bien común.
Las consecuencias de esa perversión en el ejercicio del poder en este sexenio son tantas, —algunas todavía ni siquiera las dimensionamos—, que sólo se pueden ilustrar a través a pocos ejemplos que logran brincar a los titulares: los días y días de violencia en Culiacán; el cierre de una planta como la de Coca-Cola en Morelos o los Oxxos en Tamaulipas; la cancelación de las celebraciones del 16 de septiembre en casi una veintena de municipios en todas las latitudes y la alerta del gobierno de Guatemala sobre los desplazados en Chiapas que han cruzado su frontera, por decir algunos de los últimos.
Estos hechos se enmarcan en declaraciones tanto del titular del Ejecutivo como de funcionarios como el general Francisco Leana Ojeda que apelan a los criminales para pedirles que dejen de afectar a la población civil. De este modo queda clara la profunda alteración que estamos viviendo y que no tiene parangón en la historia ni por la extensión ni por la renuncia de las autoridades para cambiarlo. A esta realidad se suma el debilitamiento del pilar del Poder Judicial que si bien no es el único involucrado en la impartición de justicia —las policías, la guardia nacional militarizada, el ejército, la marina más las fiscalías locales y federal son fundamentales— sí es el eslabón final.
Es importante que la ciudadanía en su conjunto deje de actuar con el crimen organizado como el elefante en la sala porque es verdad que si un elefante no se mueve, pues ocupa un gran espacio; en el espacio restante y constreñidamente las cosas pueden seguir su curso; pero todo se agrava cuando el elefante se mueve pues causa destrozos y amenaza todo. Las cuerdas que contenían al elefante del crimen organizado están roídas, el “entrenador” cree que con su dulce voz se calmará y la nueva entrenadora no parece estar a la altura ni del “control” que se pudo tener, ha contribuido a roer la cuerda y no parece dimensionar el tamaño de los daños que el elefante causará.
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