La Carta Magna consagra a la fuerza pública como legal, y hasta la más elemental conciencia moral la entiende como legítima cuando se ejerce para proteger a los gobernados.
Hay en el fondo de los lamentables acontecimientos de Culiacán un trasfondo de tergiversación de conceptos. Cuando se habla de lamentables acontecimientos, hay que subrayar que lo son tanto las muertes de inocentes en las refriegas callejeras como la actuación de la autoridad (?) en el caso.
Destacan algunas de esas confusiones, por el efecto que tienen en el actuar del Poder Ejecutivo y las inevitables consecuencias en la realidad cotidiana de quienes no vivimos en Pejelandia.
Por ejemplo, no es lo mismo reprimir que mantener el orden público. Un gobierno que somete a quienes usan la violencia no reprime, simplemente cumple con su deber. Por algo el monopolio del uso de la fuerza está reservado al Estado en la Constitución Política.
Tampoco es lo mismo gobernar que evangelizar. Por positiva y hasta plausible que sea la doctrina –o “filosofía”, como le llamó el presidente– del mandatario en turno, a la ley no debe escapar nadie, y cuando lo hace y es perdonado, como ocurrió en Culiacán, hay una contradicción nociva entre el dicho y el hecho: Nada fuera de la ley, nadie por encima de la ley.
Otra confusión: Mandatario no es el que manda, sino el que acata un mandato. Y en caso del Ejecutivo, el mandato es tomar decisiones, no avalarlas ni someterlas a consulta popular. Por eso es aberrante el uso del supuesto verbo “mandatar”, que es tan absurdo como si existiera un verbo “arrendatar” y el arrendatario fuera el que renta.
En la comunicación social, a quien le corresponde preguntar es al periodista, no al funcionario, aunque sea el presidente en su conferencia mañanera. A una pregunta concreta, el presidente respondió con otra pregunta, formulada con sarcasmo para descalificar a quien preguntó: “¿De qué periódico es usted?” Lamentable que el muchachito no se haya defendido, pero absurdo que el mandatario intentara exhibirlo así.
En este caso, también el periodista se equivocó. Confundió prudencia con dignidad, escuchó sumiso la diatriba del mandatario y omitió recordarle que no tiene derecho a enjuiciar el trabajo de un medio y sí, en cambio, tiene la obligación de responder lo que se le pregunta con educación y comedimiento.
En las altas esferas, también se confunde la estrategia con la ocurrencia. Capturar a Ovidio Guzmán sin orden de aprehensión, sin coordinación entre fuerzas públicas, sin prever la reacción del cártel, no es una estrategia fallida, porque no hay estrategia alguna. Es una ocurrencia. Una infeliz ocurrencia.
Y un par de confusiones más, aunque la lista podría no terminar: “No vamos a combatir el fuego con fuego”, como quisieran “nuestros adversarios”. No vamos a combatir “el mal con el mal”.
Vamos por partes. De acuerdo, el fuego no se apaga con fuego. Pero un incendio forestal no se apaga a soplidos; hay protocolos y estrategias para combatirlo. Y después, ¿a qué se refiere con “nuestros adversarios”? Entonces, ¿los delincuentes organizados son los buenos y quienes no comparten la manera de pensar del presidente son los malos, los adversarios?
Finalmente, hay que entender que la fuerza pública reservada al Estado para su uso en caso necesario no es un mal, y mucho menos es comparable con la violencia que ejerce el crimen organizado, de manera que esa expresión –combatir el mal con el mal– carece de solidez en ese contexto.
Eso sin contar con que la Carta Magna consagra a la fuerza pública como legal, y hasta la más elemental conciencia moral la entiende como legítima cuando se ejerce para proteger a los gobernados, así que quien está mal es quien cree que es malo proteger y defender a la gente.
Pero no se puede criticar, porque ya lo prohibió la otrora Citlalli Ibáñez Camacho, hoy Yeidckol Polevnsky Gurwitz, con toda la autoridad que le confiere… nadie ni nada, aunque ella no lo entiende porque en su cabeza reina la confusión.
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