La sociedad mexicana experimenta un proceso de polarización que aumenta día con día, en gran medida por el uso de las redes sociales.
Discrepar, opinar diferente, defender tus puntos de vista e incluso apasionarte ante ciertos temas y argumentar con vehemencia a favor de ellos; todo ello se vale, es sano y habla de una sociedad plural y democrática.
El problema llega, cuando no buscamos simplemente el debate e intercambio de ideas, sino la imposición de nuestros postulados y más grave aún, cuando sustentamos nuestros argumentos en la descalificación del otro.
Algo así estamos viviendo actualmente. La sociedad mexicana experimenta un proceso de polarización que aumenta día con día. No es un fenómeno nuevo, ni exclusivo de nuestra época, pero quizá lo que sí podemos señalar como novedoso es el grado de impacto que éste alcanza principalmente gracias a las redes sociales.
Ese concepto de “chairos versus fifís”, que alcanzó niveles pocas veces vistos, antes y durante la marcha organizada por diversos organismos de la sociedad civil para manifestarse en contra de consultas simuladas y una falsa democracia participativa, es sólo la punta del iceberg de una confrontación que se ha venido gestando desde años atrás.
Algunos analistas han señalado esta polarización como un ajuste de cuentas de una “izquierda mexicana” que finalmente accede al poder; cobro de factura por parte de un sector de la sociedad que se siente agraviado ante una lacerante desigualdad tanto económica como de oportunidades.
Pero también dentro de esta izquierda empoderada, diversos grupos progresistas ven en esta coyuntura política la oportunidad de imponer su visión radical e intransigente. Y las consignas en contra de la vida intrauterina, la familia natural o el derecho de los padres a la educación y formación de sus hijos se vuelven cosa de todos los días. Cada día con más virulencia.
La “derecha” no se queda atrás, y gran parte de su discurso se ha basado precisamente en abusar del neologismo “chairo”, término peyorativo que, según la definición hecha por el Colegio de México, significa “persona que defiende causas sociales y políticas en contra de las ideologías de la derecha, pero a la que se atribuye falta de compromiso verdadero con lo que dice defender”.
Argumentos clasistas, peyorativos, cargados de desprecio o resentimiento van y vienen de uno a otro lado, sepultando un debate que podría ser sano, constructivo y necesario para un México que no termina de consolidar una cultura cívica y participativa.
No debemos olvidar que la historia es sabia, y precisamente nuestra historia como nación es un claro ejemplo de que cuando estamos divididos somos vulnerables. La división entre centralistas y liberalistas, en gran medida, causantes de que México perdiera más de la mitad de su territorio. La guerra entre liberales y conservadores, que impidió que México surgiera como una nación fuerte y sólida. El ataque del gobierno contra un pueblo que defendía su fe, provocó una guerra cristera.
Tengamos siempre presente que una sociedad fragmentada y dividida, donde se habla de ricos contra pobres, pueblo bueno contra la mafia del poder, fifís, señoritingos, chairos y peleles; sólo beneficia, como señala el periodista Salvador García Soto, “a los que piensan que para mantener el orden de las cosas, hay que aplastar a los que no piensan como ellos”.
Es necesario convencernos que el camino para un México mejor está en la solidaridad, el diálogo y la escucha como única vía para la convivencia social. El reto está planteado, sólo es cosa que nos decidamos a hacerlo.
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