Sufriríamos de no necesitar la voz magnífica de quien no es vocablo, sino Verbo.
Se nos olvidó el ruego.
Ruego, súplica, llanto indignante… Eso es la plegaria que se balbucea con la mente y con los labios y con los poros y con el corazón humilde del que se sabe nada.
Eso, nada más. Y nada menos.
La soberbia, la refinada y sofisticada soberbia, lleva a los hombres al cómplice silencio que acalla las críticas.
Las manos humanas se sueñan todopoderosas, autosuficientes.
Implorar, pedir con el rostro y la inexperiencia del niño, puede padecer afeminado, débil.
Pero…¿existimos realmente?
Si fuéramos a plenitud, no nos contentaríamos en el silencio engreído hacia el Padre; nos haría falta lo eterno, lo infinito.
Sufriríamos de no necesitar la voz magnífica de quien no es vocablo, sino Verbo.
Quiero volver hoy al regazo paterno. Quiero pedir, humilde, la grandeza del amor. No importa como quieran llamarte: te necesitamos.
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