En ese momento de solidaridad única recobramos la conciencia, salimos de la vigilia que nos hizo terriblemente solos, únicos depositarios de los problemas, de las apreciaciones angustiosas de la vida diaria.
Para rescatar a la esperanza de las garras del caos espiritual, no hay mejor medicina que un abrazo.
Quizá en ese momento de solidaridad única recobramos la conciencia, salimos de la vigilia que nos hizo terriblemente solos, únicos depositarios de los problemas, de las apreciaciones angustiosas de la vida diaria, para reencontrarnos con lo sabido: somos simplemente humanos. Quizá demasiado humanos.
Tontos, ciegos, insulsos, creemos que el verbo conjugado es nuestro único lenguaje. Qué miedo nos da que nos miren en silencio, sin maquillaje teatral, finitos, siempre inacabados, defectuosos, cursis y a veces vacíos.
En el abrazo, la tierra detiene su marcha; las penas acaban por volverse lágrimas. El temor queda sepultado en la conciencia de que los seres humanos fuimos diseñados con el mismo barro. Tú eres mi espejo; yo, el tuyo.
Entonces, nada de lo humano nos es ajeno. Fuera alfabetos y conjugaciones.
Por eso, con el abrazo consolamos a la viuda y al huérfano, abatimos el llanto de los niños, nos hacemos uno con el dolor del enfermo y dejamos sentir nuestra felicidad a los desposados. Por eso, y de modo fundamental, con el abrazo amamos.
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